A Ghost Story. 2017, David Lowery

El director David Lowery y los actores Rooney Mara y Casey Affleck vuelven a reunirse cuatro años después de haber filmado juntos En un lugar sin ley, esta vez para contar una historia más arriesgada e intimista si cabe. El reto no era fácil, ya que aquella era una película que nadaba a contracorriente y difuminaba los límites entre el cine y la poesía. Dos cualidades que se refuerzan hasta alcanzar el virtuosismo en A Ghost Story, verdadero ejercicio de lirismo cinematográfico con vocación kamikaze.
El planteamiento del guión, escrito por el propio Lowery, es muy sencillo. Una pareja de mediana edad ve truncados sus planes de futuro cuando un accidente termina con la vida del personaje interpretado por Affleck. A partir de entonces, el difunto permanecerá en la casa recién estrenada adoptando la identidad de un fantasma, primero para acompañar el duelo de su amada y después para esperarla cuando ella decide abandonar el hogar. Al contrario que otras películas como Always o Ghost, el tono que domina la narración es el realismo introspectivo, sin lugar para la sensiblería ni los clichés del romanticismo sobrenatural. Se podría decir que A Ghost Story es un género en sí misma, porque no se parece a ninguna otra película.
Lo primero que llama la atención es la apariencia visual del film. Lowery recupera el extinto formato casi cuadrado de 4/3 y se atreve, incluso, a redondear las esquinas del encuadre contraviniendo las dimensiones de todas las pantallas actuales. Esta decisión emparenta la estética de la película con otros soportes como la fotografía o la pintura, dejando en las retinas del público imágenes difíciles de olvidar. Una impresión a la que también contribuye la iluminación de Andrew Droz Palermo, quien realiza un trabajo de extraordinaria sensibilidad y fijación por los matices. Es importante reincidir en el sentido plástico de A Ghost Story porque se trata de una película cuyos diálogos son escasos o carecen de verdadera importancia, y porque el desarrollo de la trama se explica a través de la planificación sobria y ajustada que elabora el director. Esta es una de esas películas que hacen participar al espectador y le implican en la co-autoría del guión, ya que los acontecimientos que se narran no atienden a obviedades ni dan nada por sentado. La sensación que transmite su visionado es la de estar asistiendo a una sorpresa prolongada y parsimoniosa, una mezcla de tensión y de calma que reporta al espectador un estado parecido a la hipnosis.
Habrá quien considere exagerados estos términos, y es comprensible: hace falta predisposición para entrar en el juego que propone Lowery. Es fácil que la primera reacción al ver el aspecto fantasmal del protagonista sea la risa, ya que el diseño del personaje consiste en una amplia sábana con dos orificios en los ojos, al más puro estilo clásico. Una vez que el público ha entendido que no se trata de un chiste, se puede adivinar cierta coherencia en esta caracterización: A Ghost Story tiene un carácter atemporal y no está anclada a ninguna época determinada, de hecho, el eje sobre el que gira la narración es la propia concepción del tiempo, su elasticidad, cadencia y finitud.
Poco más se puede decir del cuarto largometraje de David Lowery que no desvele su misterio. Si acaso, insistir en el talento interpretativo de Rooney Mara, quien carga con el peso dramático del film en un ejercicio de contención acorde con el tono del conjunto. También se debe destacar la partitura del siempre fiel Daniel Hart, capaz de dotar de profundidad a la historia mediante hermosos sonidos de cuerda. En suma, A Ghost Story es una obra que transmite una atmósfera muy particular, cine de sensaciones que solo contiene una única escena discursiva (el soliloquio que mantiene el personaje de la fiesta), a modo de acotación en un entreacto. Son palabras que arrojan luz sobre una película destinada a convocar el culto a su alrededor, un culto probablemente discreto pero perdurable.