La calle de la amargura. 2015, Arturo Ripstein

Arturo Ripstein parece llevar una trayectoria inversa a la mayoría de los directores. Según pasan los años, sus películas van adoptando una apariencia cada vez más amateur, con presupuestos más ajustados y menos rigidez narrativa. Aunque el espíritu permanece intacto. En La calle de la amargura se escuchan ecos de su obra anterior, no en vano el veterano cineasta cuenta con un universo plenamente definido que da vueltas sobre sí mismo, en busca de pequeñas variaciones y rincones en los que indagar. Pero siempre con las constantes de las clases desfavorecidas, las relaciones familiares, el amor, el sexo, la muerte... ingredientes fundamentales para cocinar un drama bien cargado de picante, al más puro estilo mexicano.
Así pues, los estómagos delicados deben abstenerse. Semejantes dosis de desgarro pueden llegar a saturar: los personajes y las situaciones son tan extremas, hay tanta sordidez en el argumento y el escaso humor es tan negro, que resulta difícil conectar con lo que sucede en la pantalla. Aún así, de vez en cuando asoma el antiguo genio de Ripstein y la película cobra sentido, se producen leves chisporrotazos que iluminan las sombras de La calle de la amargura. Son detalles en la puesta en escena, en las interpretaciones de los actores, en los diálogos... vestigios que demuestran aquello de "quien tuvo, retuvo".
Y Ripstein retiene. Retiene a Paz Alicia Garciadiego, su infatigable guionista, capaz de convertir en poesía el habla de la calle y de transitar en apenas unos segundos de lo trágico a lo irónico y de lo vulgar a lo sublime. Retiene además a Patricia Reyes Spíndola, actriz fetiche que sabe encarnar con naturalidad las más tremebundas escenas, acompañada por una magnífica Nora Velázquez. Y sobre todo, Arturo Ripstein retiene su dominio del plano secuencia y su capacidad para mover la cámara al compás de los sentimientos de los personajes. Pero aquí es donde residen también algunos de los inconvenientes del film, ya que el hecho de que esos movimientos estén ejecutados de forma manual y los medios técnicos sean tan precarios (la grabación de sonido, por ejemplo), resta empaque y brillo al conjunto. Está claro que el director no pretende en ningún momento hacer una película pulcra o refinada, pero se echa de menos cierta elegancia en lo formal y una solemnidad que amortigüe la crudeza del relato, al igual que sucedía en Principio y fin, La reina de la noche o Profundo carmesí, obras mayores de Ripstein.
Filmada en blanco y negro, en unos pocos escenarios y sin emplear más música que la diegética, La calle de la amargura es un film que no hace concesiones. Un puñetazo a la moral de los biempensantes en el que Ripstein vuelve a evocar a su maestro Luis Buñuel, mezclado con la cultura popular, la crónica de sucesos y la tragedia clásica. En definitiva: no se trata de una gran película, contiene imperfecciones y apenas deja apreciar el inmenso talento de su creador. Pero La calle de la amargura es honesta, no engaña a nadie y ofrece lo que promete, que son cien minutos de salvaje quiebro emocional. Y lo más curioso de todo, está inspirada en un caso real donde conviven luchadores liliputienses, fanáticos religiosos, prostitutas en decadencia, mendigos, travestis... Lo que prueba que la realidad, a veces, no solo supera a la ficción. También se supera a sí misma.
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