Al otro lado del viento. "The other side of the wind" 2018

Casi todos los directores cuentan en su haber con un proyecto frustrado, una película que nunca pudieron hacer por motivos financieros, políticos, de salud... y que abre un pequeño hueco en sus filmografías donde caben todo tipo de especulaciones: ¿Cómo hubiese sido el Nostromo de David Lean? ¿Y el Napoleón de Kubrick? ¿Habría influido en la carrera de Buñuel su adaptación de La Regenta? ¿Y de qué manera hubiese filmado Leone el cerco de Leningrado? Son preguntas que no tienen respuesta, y que abundan en la obra de Orson Welles.
El director norteamericano posee una trayectoria bien conocida que contiene películas terminadas y otras que no consiguieron ver la luz o que han aparecido fragmentadas: Too much JohnsonIt's all true, The deep, Don Quijote... El material de esta última producción malograda fue recuperado y montado muchos años después por Jesús Franco, en un intento de recrear la visión de Welles a partir de notas dispersas y de guiones en proceso. El resultado, por lo tanto, refleja la conjetura de un cineasta (Franco) que interpreta la película bajo su propio criterio, y no el del creador de las imágenes (Welles). Por eso hay que rebelarse cuando en los títulos de crédito de estas películas resucitadas figura como director el nombre de alguien que ni siquiera ha visto el film.
Lo mismo puede decirse de Al otro lado del viento, el último proyecto maldito de Welles filmado a salto de mata entre los años 1970 y 1976 y que obedece al deseo del director de ser reconocido dentro de los círculos de la vanguardia cinematográfica. Por aquel entonces, nada aterraba más al sexagenario Welles que ser identificado con el pasado por las nuevas generaciones de críticos y espectadores, y para ello buscó referencias en los jóvenes europeos cuyo cine deslumbraba en los festivales (Godard, Bertolucci, Polanski) y en el cine independiente norteamericano (Cassavetes, Scorsese). La primera sensación que acude al contemplar Al otro lado del viento es que Welles quería realizar su particular 8 y medio, empleando como alter ego a John Huston en el papel de un veterano director que regresa después de algunos años para crear una película con la que combatir sus fantasmas internos. De esta manera, Al otro lado del viento funciona como un complicado juego de espejos que se expande a ambos lados de la pantalla y que sirve a Welles para diseminar ideas acerca del paso del tiempo, la condición humana y la tradicional pugna entre el arte y el negocio dentro del ámbito cinematográfico.
La expresión es correcta: son ideas diseminadas, apuntes, reflexiones precipitadas que no terminan de concretarse ni de definir una estructura narrativa precisa. Orson Welles quiso forzar los recursos expresivos de la improvisación y planteó el rodaje como una sucesión de momentos en los que se invitaba a los actores a cometer esos accidentes divinos capaces de dar vida a la película. Todo un reto para un director tan meticuloso, que gustaba de aprovechar los imprevistos que surgían durante el rodaje, pero que nunca antes se había propuesto semejante ejercicio de libertad creativa. El conjunto, por lo tanto, es bastante desigual. Durante todo el metraje subyacen el riesgo y la experimentación, pero sin más finalidad que la autocomplacencia. Hay abundante simbología, diálogos mordaces (muchos de ellos incomprensibles) y una voluntad clara de transgresión, pero... ¿era esto lo que pretendía Welles? Es probable, pero no es seguro. Razón por la que es absurdo atribuir al director el torrente de intenciones que pretende Al otro lado del viento.
Esta responsabilidad debe repartirse entre el numeroso equipo de producción que firma la película (con capital francés, iraní y norteamericano) y en el que figura uno de los protagonistas de la película, el entonces incipiente Peter Bogdanovich. Pero sobre todo, si la función de autor material le corresponde a alguien, es al montador Bob Murawski. Su labor no se limita juntar los planos siguiendo las indicaciones recopiladas en estas cuatro décadas, sino que moldea el estilo de la película, le da aliento, hasta el punto de hiperventilarla. Murawski es un profesional experimentado que convierte el característico estilo dinámico de Welles en una ametralladora de imágenes, duplicando el número habitual de planos de cualquier película, lo que provoca un visionado agotador, extenuante. Una buena parte de los cortes de edición son arbitrarios u obedecen al capricho de acelerar el ritmo sin importar que se trate de una escena dramática, cómica o de acción, que tenga o no diálogos, todo al servicio de aprovechar lo máximo posible el ingente material rodado. Al otro lado del viento fue filmada en diferentes formatos y con varias cámaras al mismo tiempo, en color y en blanco y negro, buscando el naturalismo y la espontaneidad del documental. El resultado queda lejos de esta primera intención y obtiene el efecto contrario al deseado: un artefacto lisérgico y artificioso que contiene, no obstante, algunos momentos memorables (la escena nocturna del coito en el coche, que ya estaba montada previamente, o el final en el autocine).
Sería injusto atribuir a Bob Murawski el hecho de que Al otro lado del viento sea un producto fallido, ya que el montador se ha basado en el estilo de las secuencias que ya aparecieron montadas. Él ha seguido las mismas pautas de edición que, por otro lado, son muy parecidas a las de Fraude, el otro proyecto vanguardista que Welles realizó en la misma época y que sí logró terminar. Así pues, ¿cuál es la diferencia entre la genialidad y la energía que contiene Fraude y el carácter errático e impreciso que afectan a Al otro lado del viento, siendo ambas tan semejantes y bebiendo de la misma inspiración? La respuesta es sencilla: la primera está supervisada y rematada por Orson Welles, mientras que la segunda no.
Nunca sabremos cómo hubiese sido Al otro lado del viento terminada por su autor original, mientras tanto, habrá que conformarse con este boceto presentado por la plataforma Netflix, la cual acompaña el estreno tardío de la película con el magnífico documental Me amarán cuando esté muerto, en el que se analizan las circunstancias que rodearon esta locura imposible.