DOLOR Y GLORIA. 2019, Pedro Almodóvar

Hay directores de cine que se reconocen desde la primera escena, autores que dejan su identidad impresa en cada fotograma. Pedro Almodóvar es uno de ellos. Su filmografía siempre ha basculado entre la ficción de género y la experiencia personal, ya sea en comedias disparatadas o en dramas intensos, su idiosincrasia siempre sale a relucir en todo cuanto rueda. Esta voluntad ha permanecido así desde el principio de su carrera, de manera más o menos velada, pero es a partir del año 2004 con La mala educación cuando su cine adquiere un carácter confesional que alcanza su esplendor en Dolor y gloria.
Esta vez no hay caretas ni personajes interpuestos: Antonio Banderas interpreta al director, se caracteriza como él y mimetiza sus miedos e inquietudes de manera similar a como lo hizo Mastroianni con Fellini en . La diferencia es que Fellini se empleaba a sí mismo como médium para hacer un homenaje al cine y al mundo de la imaginación y los recuerdos, mientras que Almodóvar se queda ensimismado con su propia figura, y el tributo no sale de los márgenes de su persona. Es por eso que la valoración de Dolor y gloria está condicionada por la cercanía que cada espectador sienta por el cineasta y por las claves que conforman su estilo.
Entonces, ¿es una buena o mala película? La respuesta es relativa: los admiradores del director manchego pueden considerarla una obra maestra, mientras que los demás tal vez encuentren dificultades en conectar con el imaginario almodovariano y en sentirse afectados por el torrente de emociones que plantea el argumento. Hay que destacar, sin embargo, que esas emociones aparecen más contenidas de lo habitual. Tal y como dice el protagonista en uno de los diálogos: "no es mejor actor el que llora, sino el que lucha por contener las lágrimas". Almodóvar se aplica la lección y en Dolor y gloria sustituye las exhibiciones dramáticas por una mayor concisión y austeridad narrativa.
La película se divide en dos espacios temporales: el presente, donde acontecen las desdichas del director de cine retirado que encarna Banderas, y el pasado, en el que se cuenta su infancia. Cada uno de estos dos segmentos tiene sus propios personajes y escenarios, algunos coinciden y otros pertenecen a un tiempo intermedio al que se alude en un monólogo recitado por Asier Etxeandia. Él interpreta a un actor cuya relación con el protagonista se retoma después de largos años, y que sirve como palanca para desbloquear su parálisis creativa. Hay otros personajes: la secretaria fiel, el antiguo amante, el médico que trata sus dolencias... cada uno con un significado y una función dentro de la historia que no siempre se concreta. Y es que uno de los principales problemas de la película es que permanece demasiado encerrada en sí misma, al igual que el personaje de Banderas en el interior de su casa-museo, y los hilos que va desplegando el guión no terminan de ovillarse: la drogadicción se desarrolla de manera demasiado simple, la motivación que justifica el compromiso de la secretaria no evoluciona, el personaje del padre desaparece de la trama sin motivo... es como si Almodóvar hubiera abierto puertas que luego deja sin cerrar, dando la sensación de arbitrariedad y de desarreglo. Es curiosa esta actitud cuando el acabado formal de la película es tan meticuloso y está tan cuidado, generando una contradicción que resta credibilidad a Dolor y gloria.
Y es que este es el gran inconveniente que sufre la película, su falta de autenticidad. No porque lo que se cuenta no provenga de la vivencia íntima del autor, sino por la manera de reflejarlo en la pantalla. Hay demasiado artificio en el conjunto, una falta de naturalidad que afecta sobre todo a la interpretación de los actores protagonistas (Banderas hace todo un despliegue de tics y de gestos ensayados), pero también al vestuario, los decorados y el resto del diseño artístico de la película. Esto no es nuevo y, de hecho, es uno de los elementos más reconocibles del cine de Almodóvar (al igual que otros directores como Sternberg, Sirk, el propio Fellini o Winding Refn, por citar unos pocos ejemplos). La disparidad reside en la honestidad que pretende Dolor y gloria y en el fingimiento que obtiene, lo que provoca que la historia de caída y redención del protagonista termine siendo un ejercicio de narcisismo falto de pudor por parte de Almodóvar. No hay verosimilitud, los actores parecen disfrazados y los diálogos se recitan sin asomo de espontaneidad. Solo se libra de este lastre Penélope Cruz, quien vuelve a demostrar una vez más su talento en el papel de la joven madre.
En definitiva, Dolor y gloria hubiera necesitado más humor para rebajar la solemnidad en la que a veces se enreda (algunos gags no funcionan, como el de la filmoteca) y más distanciamiento para que los desgarros que hieren al personaje de Antonio Banderas sean también los del espectador, y no solo los de Pedro Almodóvar. Habrá mucha gente que alabe la valentía del director por exponerse así y por desvelar aspectos dolorosos de su biografía. Pero la confesión no se legitima por sí sola, y hace falta mucho más que un buen plano para cerrar una película (Dolor y gloria acaba con una de las secuencias más brillantes filmadas nunca por Almodóvar). Conviene contar las biografías de los demás como si fueran las de uno mismo, y contar las autobiografías como si fueran de otra persona.