Durante las décadas de los cincuenta y sesenta proliferaron las películas que, adoptando la apariencia de dramas judiciales, planteaban debates morales al tiempo que cuestionaban dogmas que en muchos casos siguen vigentes. Títulos como “Anatomía de un asesinato” o “La herencia del viento” introducían en los tribunales desde los malos tratos hasta la teoría darwinista, y así un largo etcétera en el que se incluye “Ciudad sin piedad”, uno de los escasos trabajos que rodó Gottfried Reinhardt adaptando la controvertida novela de Manfred Gregor.
Tomando como base el juicio militar al que se enfrentan cuatro soldados norteamericanos tras haber violado a una joven en un pequeño pueblo alemán, “Ciudad sin piedad” supone el descarnado retrato de una pequeña sociedad envenenada por sus propios demonios: la envidia, el puritanismo, la apatía. El guión no da lugar a dudas respecto a la culpabilidad de los acusados, de esta manera puede centrase en diseccionar la doble moral y los prejuicios contra los que debe luchar el abogado magníficamente interpretado por Kirk Douglas. Bien es verdad que la narración deja algunos cabos sueltos y que la adaptación de la novela original busca puertas falsas y ciertos recursos mal resueltos para que la película avance con la fluidez necesaria, lo que no impide que Reinhardt se muestre cauteloso a la hora de trasladar el drama a la pantalla sin caer en exhibiciones de morbo ni moralinas fáciles, como hiciera Brian De Palma treinta años después con un argumento parecido a este en “Corazones de hierro”.
Reinhardt imprime carácter en el relato a través de una realización dinámica y muy expresiva, que no por ello deja de ser elegante y que encuentra sus señas de identidad en los movimientos de cámara y en el tratamiento de una iluminación rica y contrastada en los interiores y más naturalista en los exteriores. En ese aspecto, la estética del film bebe a partes iguales de las nuevas fuentes europeas que comenzaban a empapar el cine de vanguardia, como de referencias norteamericanas más cercanas a Orson Welles, sobre todo en la planificación y en el uso de angulaciones y de composiciones visuales muy elaboradas. “Ciudad sin piedad” envuelve de esta estilizada manera lo crudo de su contenido, una bomba de relojería que se activa en la parte final con un impacto apagado y de honda melancolía, dejando en el espectador la sensación de haber asistido a un espectáculo sobre los horrores cotidianos, aquellos que pueblan los fantasmas más turbios y reconocibles.