Un sabor a miel. "A taste of honey" 1961, Tony Richardson

A caballo entre los años cincuenta y sesenta, Tony Richardson lucía orgulloso su condición de "joven airado" y de fundador, en compañía de otros cachorros británicos, del free cinema. Un movimiento breve que participaba de la corriente realista extendida en algunas cinematografías europeas, a la que Richardson aportó dos títulos fundamentales: Un sabor a miel y La soledad del corredor de fondo. Ambas películas testimoniaban el descontento de una época y la necesidad de ruptura, adaptando obras literarias muy recientes con herramientas propias del cine documental.
La primera de ellas aborda el libreto con el que la debutante Shelagh Delaney acababa de estremecer a las plateas, un texto que la propia autora convirtió en guión con la ayuda de Richardson y que había sido definido por la crítica teatral como "un drama de clase obrera". Eso mismo queda reflejado en la pantalla: las tribulaciones de una madre a la caza de marido y de su hija, embarazada en su primera relación de un marinero a quien no volverá a ver. La muchacha encontrará consuelo en la amistad de un joven homosexual, todo ello enmarcado en los suburbios de un Manchester postindustrial y neblinoso. La habilidad de Richardson es no sobrecargar la desgracia y aliviarla con dosis de humanismo y de comedia costumbrista.
Pero sobre todo, lo que dota de sensibilidad a Un sabor a miel es la interpretación de los actores. La experiencia de Dora Bryan y de Robert Stephens conjuga muy bien con la frescura de los debutantes Rita Tushingham y Murray Melvin, en un reparto equilibrado que ajusta a la perfección la técnica con el ingenio. Esta mezcla impregna por igual al resto de la película, que exhibe sabiduría en la narración e inmediatez en la puesta en imágenes. Richardson emplea una retórica que parece heredada del neorrealismo italiano: blanco y negro, predominio de escenarios y de luces naturales, y una poética de lo real que a veces se manifiesta en la composición de los encuadres y en la banda sonora.
Richardson hace lo posible por ocultar el origen teatral de la historia, en especial durante los dos primeros actos, sacando la cámara a la calle para capturar el ambiente de las ferias, los desfiles, el puerto... Paisajes urbanos carentes de estilización a los que algunos reprocharon su verismo crudo y poco complaciente. No sabían que ahí reside la fuerza de Un sabor a miel, film que desarrolla las posibilidades expresivas del free cinema y les da carta de legitimidad, apelando a la conciencia del espectador mediante la crítica social y la identificación con los personajes. La mirada transparente de Tushingham y las aptitudes de Tony Richardson como narrador hacen el resto, en este sencillo y contundente monumento al cine de siempre.