El reto se antojaba imposible e inútil, ¿para qué volver a hacer lo que ya se ha hecho de manera sublime? Spielberg emplea casi ciento sesenta minutos en contestar con toda la locuacidad que le permite el oficio desarrollado durante cinco décadas. Su versión de West Side Story es rotunda y enérgica, llena de inspiración y con un respeto por el original que responde al cine con el cine. Ya desde las primeras imágenes, Spielberg dialoga con su antecesor proponiendo soluciones nuevas a una historia de sobra conocida... y todas ellas funcionan, tanto a nivel argumental como formal. Por eso no debe ser considerada un remake sino una nueva adaptación del libreto original escrito para las tablas, que sigue con fidelidad la partitura de Leonard Bernstein y las letras de Stephen Sondheim (no así las coreografías de Jerome Robbins, que han sido sustituidas por otras nuevas de Justin Peck). Hay números que conservan los mismos escenarios filmados por Wise (María, Tonight), otros que cambian de entorno (América, One hand, one heart) e incluso algunos que añaden innovaciones (Gee, Officer Krupke, Somewhere). Todos ellos transcurren con soltura y se integran con naturalidad en la trama, sin que se perciba diferencia entre las situaciones musicales y las dramáticas.
El reparto cuenta con una perfecta selección de intérpretes que son, a su vez, cantantes y bailarines competentes, con la recuperación de Rita Moreno como acicate nostálgico. Spielberg logra que el aspecto humano del film no se vea sepultado por el peso de la producción, tan importante como cabía esperar: decorados, vestuario, iluminación... cada aspecto de West Side Story brilla con eficacia narrativa y belleza estética, siempre en favor del conjunto. La fotografía de Janusz Kaminski saca el máximo partido de los colores, empleando tonalidades frías para las escenas de los Jets y cálidas para los Sharks. Esta dicotomía se extiende a lo largo de la película y supone uno de los máximos alicientes incorporados por el director, quien ha potenciado la racialización del conflicto haciendo que cobre vigencia a la luz del presente. Spielberg lleva a cabo la preproducción del film en plena era Trump, una circunstancia que sin duda vuelve contemporáneo el racismo y los discursos del odio que se acusan en la ficción. Esta vez sí, buena parte de los actores son latinos y se expresan en su lengua materna, en un intercambio de conversaciones en las que se mezclan acentos y actitudes diversas.
En suma, Spielberg supera con creces una prueba que se suponía inalcanzable, y lo hace con un vigor propio de la juventud y la sabiduría de un septuagenario, en ambos casos movido por la pasión al musical West Side Story. Mucho más que la recreación actualizada de un clásico, se trata de una declaración de amor a unas canciones y un relato que sirve, además, como una denuncia a la ceguera que padecen los que no quieren ver más realidad que la propia... y a la que se incorpora, además, una crítica muy oportuna a la especulación de la vivienda y a la privatización de la vida en las ciudades. Si el romance de Romeo y Julieta creado por Shakespeare tuvo un feliz traslado a las calles de Nueva York en el siglo pasado, en esta ocasión Steven Spielberg sabe estar a la altura y demuestra por enésima vez ser uno de los cineastas más dotados de su generación, alguien a quien el paso de los años no le resta ni un ápice de vivacidad y entusiasmo por seguir haciendo películas.