DESTELLO BRAVÍO. 2021, Ainhoa Rodríguez

Tal vez el fenómeno más importante del reciente cine español sea la irrupción de un buen número de directoras que han incorporado su idiosincrasia y nuevos puntos de vista a un panorama tradicionalmente copado por los varones. A los nombres de Carla Simón, Pilar Palomero, Celia Rico, Belén Funes o María Sanz se une también el de Ainhoa Rodríguez, quien representa la vertiente más transgresora y rupturista de todas ellas. Su primer largometraje, Destello bravío, recupera algunas de las constantes de sus anteriores trabajos cortos y los hace evolucionar en el terreno de la experimentación.

La película plantea retos al espectador ya desde el inicio, puesto que la acción se sitúa en un pequeño pueblo de la Extremadura profunda cuya rutina se ve alterada por la influencia de un extraño efecto sideral. El destello bravío al que se refiere el título altera el comportamiento de los habitantes sin que se conozca cómo eran antes, lo cual impide las comparaciones y establece una confusión premeditada entre lo común y lo extraño. El film se podría describir con los términos de costumbrismo mágico, surrealismo rural, poema tragicómico... sin terminar de definirlo del todo, dado su carácter excepcional. También se adivinan las huellas de directores como Lynch, Buñuel, Fellini o Andersson, tanto a nivel narrativo como estético. Ainhoa Rodríguez destila sus referentes hasta obtener una película muy personal, que inventa un universo propio con las raíces hundidas en las tierras de Badajoz.

Este mundo gobernado por influjos místicos adquiere una identidad muy marcada en la pantalla, con una luz particular. Aunque la historia sucede en primavera, las imágenes de Destello bravío transmiten frialdad y un misterio gris que lo empaña todo. Hay escenas de diálogo y situaciones que muchas veces se muestran fraccionadas, omitiendo contraplanos y recursos en off, como si el público debiera completar lo que no entra en el encuadre. Por eso es tan importante lo que se ve como lo que no se ve pero se intuye, al igual que sucede con los personajes: apenas se sabe nada de ellos, son parte de un paisaje agreste, poco amable.

Para el público amante de las explicaciones lógicas, cabe la tentación de querer interpretar la simbología que contiene la trama y descifrar sus significados. Gran error. Destello bravío se disfruta cuando uno se abandona a la propuesta de Rodríguez. La directora desarrolla una gramática visual basada en la sucesión de planos estáticos y en la geometría de los elementos compositivos, cuyo orden contrasta con el caos de la ficción. El canal que une ambos extremos es el montaje, lleno de elipsis y de iconografías que dialogan unas con otras (muchas de ellas de contenido religioso).

Hay que destacar también el sonido, tan creativo como la imagen, y la labor de los actores, más teniendo en cuenta que ninguno de ellos es profesional. Rodríguez aprovecha las limitaciones expresivas del elenco para convertirlas en rasgo de estilo, del mismo modo que se busca el hieratismo en la planificación y la puesta en escena. En definitiva, no resulta fácil tratar de acotar con palabras una película como Destello bravío, que lleva la voluntad de desconcertar e incomodar impresa en cada fotograma, sin necesidad de recurrir a aspavientos ni golpes de efecto. De manera callada, dando alaridos al subconsciente para incidir en temas como la desigualdad de género, la despoblación y las consecuencias perniciosas de ciertas tradiciones heredadas de la España negra.