CUANDO LOS MUNDOS CHOCAN. "When worlds collide" 1951, Rudolph Maté

Después de haber aprendido el oficio junto a cineastas como Dreyer, Hitchcock, Lubitsch o Clair, el director de fotografía de origen polaco Rudolph Maté se siente seguro para afrontar por sí mismo la dirección de películas en los Estados Unidos. A pesar de que bordea ya los cincuenta años, Maté no pretende convertirse en autor, sino en artesano capaz de asumir con solvencia los géneros más populares: western, aventuras, drama, noir... incluso hace una incursión en la ciencia ficción en Cuando los mundos chocan, título en el que demuestra su destreza para trabajar en producciones de efectos especiales. El estudio Paramount apuesta por este último aspecto, más que por incluir a actores destacados en el reparto o por contratar a profesionales de renombre: aquí lo que prima es el acabado técnico y visual, algo que Maté cumple a rajatabla en compañía del productor George Pal, todo un especialista del género.

Puede que el guion sea algo simplón (el conflicto se plantea desde la primera escena y los personajes carecen de profundidad) y que el conjunto resulte frío, a falta de impacto emocional. Para tratarse de una historia que aborda el fin del mundo inminente, se echa en falta un poco más de tensión en las situaciones y los personajes, si bien es verdad que Maté logra transmitir urgencia en el correr del tiempo. El espectador es testigo de cómo una parte de la humanidad trata de ponerse a salvo para perpetuarse en otro planeta, en una carrera contra el reloj que se vale de argumentos pseudo-científicos y aparatos diseñados con inspiración y belleza. Hay que asumir que nos encontramos ante una película de serie B que no invierte demasiado esfuerzo en dar credibilidad a la trama, porque lo importante de Cuando los mundos chocan está en los trucos ópticos y en la evolución del suspense dramático. El público capaz de asimilar esto, tendrá garantizado el disfrute.

Poco más se puede añadir: el film constata la eficiencia de Rudolph Maté como director y supone un placer para los ojos, gracias a la fotografía colorida y luminosa de John F. Seitz. No hay una música memorable, ni actores que destaquen, ni apenas giros inesperados de guion... en cambio, sí existe el gozo genuino y sencillo del sci-fi de los años cincuenta, a veces tan precario en medios como rico en imaginación.