Puede que el guion sea algo simplón (el conflicto se plantea desde la primera escena y los personajes carecen de profundidad) y que el conjunto resulte frío, a falta de impacto emocional. Para tratarse de una historia que aborda el fin del mundo inminente, se echa en falta un poco más de tensión en las situaciones y los personajes, si bien es verdad que Maté logra transmitir urgencia en el correr del tiempo. El espectador es testigo de cómo una parte de la humanidad trata de ponerse a salvo para perpetuarse en otro planeta, en una carrera contra el reloj que se vale de argumentos pseudo-científicos y aparatos diseñados con inspiración y belleza. Hay que asumir que nos encontramos ante una película de serie B que no invierte demasiado esfuerzo en dar credibilidad a la trama, porque lo importante de Cuando los mundos chocan está en los trucos ópticos y en la evolución del suspense dramático. El público capaz de asimilar esto, tendrá garantizado el disfrute.
Poco más se puede añadir: el film constata la eficiencia de Rudolph Maté como director y supone un placer para los ojos, gracias a la fotografía colorida y luminosa de John F. Seitz. No hay una música memorable, ni actores que destaquen, ni apenas giros inesperados de guion... en cambio, sí existe el gozo genuino y sencillo del sci-fi de los años cincuenta, a veces tan precario en medios como rico en imaginación.