Juárez. 1939, William Dieterle

Es fácil sentirse apabullado por los títulos de crédito de Juárez: producción de Hal B. Wallis, dirección de William Dieterle, John Huston en el guión, interpretaciones de Paul Muni, Bette Davis, John Garfield... una lista de nombres que haría soñar al más escéptico. El resultado, sin embargo, ofrece algunas dudas.
La mezcla de pulso narrativo y de cuidado estético define buena parte de la carrera de Dieterle, considerado por la Warner como un valor seguro a la hora de trasladar a la pantalla la vida de personajes ejemplares (Louis Pasteur, Émile Zola). En 1939 le tocó el turno a Benito Juárez, héroe revolucionario y presidente de México que contribuyó a la consolidación de la república en el siglo XIX. La película no es una biografía al uso, sino el relato de los acontecimientos que llevaron al archiduque Maximiliano de Austria a erigirse como emperador de México, y el enfrentamiento entre ambos mandatarios. La película contiene elementos suficientes para transmitir emoción: el drama de una mujer que no puede ofrecer descendencia al emperador, la épica de los ideales en combate, el mensaje de paz y concordia... Dieterle reviste todo este material de referencias literarias y pictóricas, agravando el peso del film mucho más de lo debido.
Juárez aspira a ser una película seria, tal vez demasiado. El lenguaje es tan recargado que elimina cualquier asomo de naturalidad en los diálogos, recitados por los aplicados actores con más esmero que convicción. Muni, Davis, Brian Aherne y el resto del reparto resuelven sus papeles con eficacia, pero chocan con el muro de la afectación que invade el film. Todo en Juárez resulta grave y trascendente, cada escena está atravesada por la solemnidad, lo que resta credibilidad al conjunto. En ocasiones se tiene la sensación de estar asistiendo a un hermoso libro de estampas históricas, más que a la pulsión de una obra cinematográfica.
Como es habitual en Dieterle, el acabado formal es impecable. La fotografía de Tony Gaudio refuerza las composiciones visuales, en prodigiosos blanco y negro. La película tiene ritmo, es fluida y se sigue con interés, pero requiere cierta predisposición del espectador para participar en el juego. Se trata de un pacto entre el director y el público consistente en intercambiar una lección acelerada de historia por el aprecio a los esfuerzos de la producción. La caracterización de los personajes, el diseño de decorados, la puesta en escena, la planificación... cada elemento está cuidado al detalle, pero a veces no basta sólo con eso. También hace falta chispa, ingenio, eso que se denomina alma en cualquier expresión artística. Como el momento en el que Bette Davis se adentra presa de la locura en la oscuridad de un pasillo del que no volverá a salir cuerda, o el fusilamiento de los rebeldes calcado del famoso cuadro de Goya. Destellos de vida en una película constreñida por la relevancia de lo que se narra.
En su beneficio, debe señalarse que lo mejor de Juárez es su equidistancia: el director evita emitir juicios ni tomar partido, una tentación demasiado común en este tipo de películas que sitúan los ideales en las trincheras. Se podría definir como un producto perfectamente diseñado para fabricar emociones y posicionamientos. Sobre el papel, el film aspira a ser una gran obra en la que se conjugan historia, drama y compromiso. Tal vez ahí resida su problema, en que pretende ser demasiado grande.
A continuación, la obertura que Erich Wolfgang Korngold compuso para la banda sonora de Juárez. Un derroche sinfónico que expresa la magnitud dramática del relato, pura dinamita emocional hecha música. Que lo disfruten: