“The artist” supone todo un paradigma dentro del constante revisionismo al que se ve sometido el cine, un ejercicio de nostalgia que rinde pleitesía nada menos que al cine mudo, del que adopta no sólo las formas sino también el espíritu. Y es que en estos tiempos de culto al 3D y de circo tecno-ilógico, hace falta valor para asumir el reto de realizar una película siguiendo las mismas pautas de cien años atrás, cuando las imágenes eran silentes y el color sólo un espejismo en la pantalla. La habilidad del director y guionista Michel Hazanavizius es haber encontrado una historia que, si bien cuenta con referentes directos (“Cantando bajo la lluvia” y, sobre todo, “Ha nacido una estrella”) consigue que tanto el contenido como su aspecto formal guarden una relación tan estrecha que resulta imposible disociar uno del otro. Es por eso que la aspiración de Hazanavizius no se queda en el simple homenaje sino que va más allá, trascendiendo el ejercicio de recreación del cine mudo por el de la creación sin más, gracias a un clasicismo imperecedero y a una puesta en escena en la que conviven con naturalidad lecciones académicas con destellos de inspiración, funcionalidad con frescura.
La combinación de géneros entre el drama y la comedia, aderezados por un ritmo de gran fluidez narrativa en la que la banda sonora cumple un papel determinante, hacen del film una experiencia gozosa capaz de satisfacer a creyentes y profanos.
Las interpretaciones de la pareja formada por Jean Dujardin y Bérénice Bejo insuflan vida a una película que sobre el papel se ofrecía como un proyecto suicida y que en la pantalla termina resultando un milagro en movimiento, la invocación de sagrados nombres como Griffith, Chaplin o Lubitsch del modo más sincero y honesto.