The Master. 2012, Paul Thomas Anderson

A Paul Thomas Anderson le han llegado a comparar con Scorsese, Altman o Kubrick. Tras quince años de carrera, el director norteamericano está legitimado para ser, ni más ni menos, que Paul Thomas Anderson. Liberado ya de las semejanzas con las que se suele recibir a cada nueva esperanza blanca en Hollywood, Thomas Anderson cumple en “The Master” un ejercicio de auto-afirmación que es a la vez paradigma y quintaesencia de su cine.
Con seis largometrajes a sus espaldas, Thomas Anderson comienza a definir claramente las líneas maestras de un estilo que, si bien es reconocible en lo formal, todavía depara sorpresas en el contenido. Se trata de una filmografía ambientada en épocas y en lugares diferentes, con inquietudes dispersas que bien se podrían resumir en la lucha por alcanzar la libertad individual de uno o más personajes, cuyo grado de extravagancia varía de unas películas a otras. A Thomas Anderson le interesan los seres excepcionales, las historias ejemplarizantes con amplios arcos de transformación. No es un humanista en el sentido estricto, porque los héroes de sus películas lo son a su pesar: son personajes fronterizos, con un pie en la predestinación y otro en la lógica, ambos asentados sobre arenas movedizas. “The Master” no es una excepción.
Para empezar, cuenta con un protagonista cuyas posibilidades de empatía se reducen al mínimo: perturbado, violento, maníaco sexual y de hábitos compulsivos, es el resultado de una familia disfuncional cuyas patologías han sido agravadas por el combate en la 2ª Guerra Mundial. En definitiva, el conejillo de indias perfecto para una secta como la liderada por el otro protagonista del film, el dirigente de una iglesia que experimenta con las supuestas vidas pasadas de sus feligreses, a la sazón clientes.
El choque de trenes que supone el encuentro entre estas dos criaturas extremas ofrece un relato de gran contenido dramático, que deja generosos espacios para la ironía y la mordacidad propias de Thomas Anderson. “The Master” ilustra el tipo de relación alumno-maestro tan del gusto del autor de “Pozos de ambición”, a través de los personajes interpretados por Joaquin Phoenix y Philip Seymour Hoffman. El primero realiza un trabajo esforzadísimo, basado en la fisicidad y en la mímesis de referentes animales, sobre todo simios. El segundo asegura su puesto en el Olimpo de los grandes actores que ocupa desde hace tiempo, gracias a una encarnación prodigiosa, con unos recursos interpretativos y una concisión que desborda los límites de la pantalla. Mención especial merece también la actriz Amy Adams, cuya hazaña consiste en no quedar ensombrecida por el talento de Seymour Hoffman y de darle la réplica con extraordinaria solvencia.
Los tres actores magnifican las virtudes de un guión que, no obstante, establece algunas dudas. Hay personajes cuyo perfil y actitudes no quedan del todo definidos (los hijos de Seymour Hoffman, con sus respectivos conatos de rivalidad y seducción), o algunas lagunas de información respecto a los problemas legales y financieros de la secta. Estas debilidades, que podrían minar la credibilidad de cualquier película, contribuyen a reforzar la atmósfera enrarecida, casi de ensoñación, que flota sobre "The Master". El don de Thomas Anderson es el de la narrativa hipnótica, provocada por una realización majestuosa, muy inspirada, que saca el mejor provecho de la fotografía rebosante de plasticidad y del cuidado diseño de producción. 
El montaje y la banda sonora completan el perfecto acabado de esta película llamada a  instalarse en la memoria del espectador. Detrás de su aspecto de gran producción de Hollywood, "The Master" es una propuesta que bordea la radicalidad, por sus riesgos argumentales y por el espíritu al que se adscribe. Se trata de una película libre, dotada de  una serenidad salvaje siempre a punto de reventar en cada escena.
El desenlace, con el protagonista escapado de los dogmas y de las supersticiones de la secta, desecha las convenciones en favor de la paradoja: Vemos a Joaquin Phoenix al borde del mar (la simbología manda), con su libertad recuperada, una libertad solitaria y doliente, pero libertad al fin y al cabo. Semejante triunfo aparece retratado con una languidez que contrasta fuertemente con los quiebros y sobresaltos de lo visto anteriormente. Es como un jarro de agua que apaga la mecha prendida, lo que puede desconcertar al público que aguardaba el estruendo de los fuegos pirotécnicos. Desde el fondo de la pantalla, Paul Thomas Anderson parece decir: Esta tal vez no sea la película que esperabas, pero es la que yo quería hacer. Bendito sea, y por muchos años.