En plena década de los 40, directores como George Sidney
contribuyeron a edulcorar las pantallas de cine con productos diseñados para
distraer al público de los horrores de la 2ª Guerra Mundial. Elevado el cine
negro a categoría de crónica social, otros géneros más amables como la comedia
o el musical afianzaron su condición escapista, permitiendo que películas como
“Escuela de sirenas” alcanzasen un notable éxito. El objetivo era el
entretenimiento sin coartadas ni rodeos, la evasión de los problemas por el
precio de una entrada de cine.
En este contexto debe entenderse un film que cuenta, en perspectiva, con pocos
méritos. Esbozado a partir de una anécdota mínima, el guión de “Escuela de
sirenas” se reduce a una sucesión de números musicales pobremente hilvanados,
en los que desfilan algunos exitosos nombres de la época: Xavier Cugat, Harry
James o Red Skelton. La MGM muestra su poderío en el espectáculo de variedades
y lanza a una estrella incipiente como Esther Williams en su primer papel protagonista. Los que esperen
disfrutar de las coreografías acuáticas de la actriz quedarán decepcionados:
apenas dos números repartidos al principio y al final de la película congregan
a las sirenas del título, lo demás son gags de corte infantil aliñados
con entremeses musicales.
El segundo largometraje de Sidney es honesto en su propuesta: aquí de lo que se trata es de vender sofisticación
envuelta en primoroso technicolor, el artificio consagrado al paraíso
del kitsch. Es por eso que los espectadores que consigan obviar la
ausencia de trama y las forzadas interpretaciones podrán encontrar cierto encanto
en este delirio camp que garantiza, eso sí, uno de esos números musicales
que cimentaron la fama de Esther Williams como sirena del cine. ¿Exageración? Pasen y vean: