La primera media hora de la película es absolutamente brillante. Un apacible ingeniero de sonido británico es contratado para trabajar en un estudio italiano especializado en películas de terror. La naturaleza oscura del género enseguida perturbará su carácter retraído, hasta el punto de llegar a confundir realidad y ficción. Las líneas maestras del argumento se exponen durante el primer acto de manera eficaz y sugerente, creando la atmósfera adecuada y otorgando gran importancia al montaje. Strickland no pierde el tiempo y arranca la acción desde el inicio del metraje, los personajes se definen enseguida y Berberian Sound Studio muestra sus cartas desde la primera mano. El problema llega con el desarrollo del segundo acto, cuando se tiene la sensación de estar asistiendo de nuevo a las mismas escenas. Entonces la película se estanca, y sólo algunos brotes esporádicos de ingenio rompen la monotonía que se ha adueñado del guión. Una verdadera lástima, porque podría haberse tratado de un gran film. ¿Es una mala película? De ninguna manera: es magnífica, inquietante, hipnótica... pero de haber estado más trabajada y haber sido menos autocomplaciente, alcanzaría la brillantez que roza en determinados momentos.
Porque Berberian Sound Studio contiene virtudes que deben destacarse. Para empezar, la convincente interpretación de Toby Jones. Nadie parece más indicado para encarnar a Gilderoy, el pusilánime protagonista de esta extraña historia, y para hacer creíble su desasosiego. El resto del elenco, una pintoresca galería de actores italianos, representan el necesario contraste entre el ardor latino y la flema británica, un cliché que aquí funciona y que sostiene el argumento. Otro acierto del film concierne al estilo visual. La fotografía de Berberian Sound Studio remite a los colores y las luces características de los años setenta, época en la que se sitúa el relato, a través de tonalidades ocres, lámparas de tungsteno y sombras profusas. La mayor parte de la película transcurre en escenarios interiores, lo que refuerza el enclaustramiento que sufre Gilderoy, en contraposición a las escasas secuencias en exteriores naturales, que son flashbacks y evocaciones de su vida pasada. En el decorado del estudio, Strickland se recrea en los detalles, acercando el foco a los elementos mecánicos que rodean al protagonista: micrófonos, faders, ecualizadores, y un sinfín de cacharrería analógica que en ocasiones recuerda al laboratorio del doctor Frankenstein.
Por último, hay que incidir en el aspecto más elaborado del film, que no podía ser otro que el sonido. Resulta fascinante escuchar la multitud de efectos, texturas y recreaciones que invocan un horror sin imagen. Porque éste es el gran logro de Berberian Sound Studio: convocar los terrores del giallo por medios sonoros, sin necesidad de mostrar ni una gota de sangre. El director sabe que la imaginación del espectador es siempre más truculenta que lo que se pueda mostrar en pantalla, razón por la que explota los recursos del off y del fuera de campo. En definitiva, la segunda película de Peter Strickland es una pequeña joya sin pulir que podría haber sido un perfecto cortometraje, pero que termina siendo un largometraje imperfecto a causa de la reiteración y de la fatiga a la que se exponen sus interesantísimas propuestas. Una película con vocación de maldita y todo un ejemplo del estimulante cine independiente británico.