LA CHICA DE LA MOTOCICLETA. "La Motocyclette" 1968, Jack Cardiff

A lo largo de los años cuarenta y cincuenta, Jack Cardiff obtuvo un merecido prestigio como director de fotografía que le animó a aceptar también la responsabilidad de dirigir una docena de películas, concentradas en su mayoría en la década de los sesenta. Una filmografía con diversidad de géneros y calidades, que va desde la exquisitez literaria de Hijos y amantes hasta la serie B de The Mutations. De todas ellas, la que demuestra una voluntad de autoría más clara es La chica de la motocicleta, coproducción franco-inglesa que asume el reto de adaptar una novela de André Pieyre de Mandiargues de elevada carga erótica. El resultado es un alegato en favor de la liberación femenina del que además emergen consideraciones existencialistas, dicho de otro modo: un prototipo cultural y social acorde a la época.

El guion narra el recorrido que hace Rebecca, una joven recién casada que huye de la cama de su marido rumbo a la cama de su amante, en un viaje en moto que parte de Suiza hacia el suroeste de Alemania a través de carreteras que son una alegoría de la vida. Así, la película comienza con el despertar de la protagonista que se emancipa de un hombre y termina con la muerte, causada por la dependencia a otro hombre. Una paradoja que se puede interpretar como el castigo por haber priorizado la pasión a la fidelidad conyugal, y que conduce a la pregunta: ¿Contiene La chica de la motocicleta una lección moral que disfraza su conservadurismo con las reivindicaciones de moda y con imágenes sexis? El desenlace invita a pensar que sí, aunque es igual de fácil encontrar similitudes con el mito de Ícaro, cuya ambición y curiosidad acabaron con él, cambiando las alas de cera por la Harley-Davidson. En cualquier caso, Cardiff muestra admiración y respeto por el personaje encomendado a la que entonces fuera musa del Swinging London, una Marianne Faithfull de apenas veintidós años que realiza aquí su primer papel principal.

La actriz posee recursos interpretativos limitados pero suficientes para encarnar a Rebecca, porque su identificación es total y se entrega en cuerpo y alma (sobre todo en cuerpo) imprimiendo su atractivo en cada fotograma. Además cuenta con la compañía de Alain Delon y Roger Mutton, representantes de la fauna masculina carente de virtudes que puebla el metraje... es evidente que La chica de la motocicleta posee un discurso feminista y un afán de transgresión que no se queda solo en el argumento y que afecta a la puesta en escena, con decisiones visuales sujetas a la coyuntura: hay momentos de sexo filtrados por la psicodelia, zooms y movimientos de cámara que incurren en el manierismo, montajes abruptos y ciertos subrayados simbólicos (aves que levantan el vuelo, camiones de soldados) que, vistos hoy, no han envejecido demasiado bien. Sin embargo, estas debilidades forman parte del encanto que destila el film, son imperfecciones producto de la austeridad presupuestaria y de las ganas de experimentar que sentía Jack Cardiff en uno de sus últimos títulos como director.

Sobra decir que la fotografía en color de La chica de la motocicleta es excepcional, con un tratamiento de la luz naturalista y de gran belleza, en especial en los exteriores, en contraste con la estilización de algunos escenarios de interior donde se recrean los recuerdos de la protagonista. Y es que la película mezcla secuencias temporales, fragmentos de crudeza casi documental (en el bar de carretera) con abstracciones sicalípticas (el polvo de Rebecca con su moto en plena ruta), todo condensado en noventa minutos que harán disfrutar a los devotos de lo alternativo. En suma: una obra extraña y valiente que exhibe su condición de culto en cada kilómetro que atraviesa Marianne Faithfull, convertida para siempre en icono de resistencia.

MARIA. 2024, Pablo Larraín

Tras haber dedicado películas a Jacqueline Kennedy y Diana de Gales, el director Pablo Larraín cierra el tríptico consagrado a damas del siglo XX encerradas en sus jaulas de oro, con la gran diva de la ópera Maria Callas. Al igual que en anteriores veces (JackieSpencer) la intención de hacer un retrato íntimo queda clara ya desde el título, apelando sencillamente al nombre de pila de la protagonista. Maria traza el recorrido personal de sus últimos días en París, cuando la cantante soñaba con volver a las tablas después de años de retiro y la muerte de quien fue el amor de su vida, Aristóteles Onassis.

El guion, escrito de nuevo por Steven Knight, evita el folletín y adopta un tono introspectivo que mezcla situaciones del presente con los recuerdos e imaginaciones de la Callas, aislada de la realidad en el interior de su lujosa vivienda. Una especie de teatro en el que Larraín materializa el artificio y la distorsión perceptiva que sufre la artista, rodeada de antigüedades y de objetos bellos e inútiles, tal y como se siente ella. Es una hermosísima reliquia con los rasgos de Angelina Jolie, capaz de resolver con mucha técnica y entrega las dificultades del personaje, a medio camino entre la idealización y el patetismo.

Fuera de la fortaleza donde La Divina convive con sus dos sirvientes, interpretados por Pierfrancesco Favino y Alba Rohrwacher, las cosas no son más ciertas. Las calles y los cafés parisinos aparecen representados como postales del pasado en un perpetuo atardecer, bajo una luz dorada que Edward Lachman dirige con su magisterio habitual. Así, la denominación drama crepuscular se ajustaría a la perfección a esta película si no fuese por lo gastado del adjetivo... en cualquier caso, Maria lleva a cabo una recreación de la época que se justifica en términos estéticos, puesto que la ciudad recorrida por la Callas es más un escenario que un entorno urbano. Sucede igual con las escenas que ilustran su memoria, en blanco y negro, y con las secuencias de montaje que repasan algunos de sus éxitos. Son fragmentos que contraponen a la mujer de ayer y la de hoy, con un único instante en el que ambas coinciden en el mismo plano.

En suma, se trata de una película cargada de símbolos que puede interesar a los amantes del bel canto y del arte en general como forma de expresión, porque Pablo Larraín plantea cuestiones relacionadas con la fugacidad del talento, la soledad y el sacrificio que conlleva la obtención de los aplausos del público. Todo ello con la complicidad de una actriz que realiza uno de los mejores papeles de su carrera y la devoción por una figura, Maria Callas, poseedora de un don que se agotó antes de tiempo.

SEXY BEAST. 2000, Jonathan Glazer

En el año 2000, Jonathan Glazer despuntaba como uno de los realizadores más prometedores del panorama audiovisual. Sus cortometrajes, videoclips y anuncios televisivos habían despertado el interés suficiente para permitirle acometer su primera ficción larga, producida por Jeremy Thomas y rodada en el litoral de Almería y en su Londres natal. Era de esperar que Sexy Beast no se amoldase a los tópicos del cine de género, en este caso, el noir de gangsters trasladado a la Costa del Sol. Un escenario atípico en el que contar una historia repetida numerosas veces: la del delincuente retirado que se ve empujado por sus antiguos socios a regresar al negocio... la diferencia es que el protagonista encarnado por Ray Winstone se empeña en seguir al margen y para ello debe enfrentarse al hombre encargado de convencerle, un psicópata con los rasgos de Ben Kingsley.

Ambos actores sostienen la película con sus interpretaciones, muy físicas, cada uno acorde a las exigencias de sus personajes. Kingsley es un volcán a punto de erupcionar en cualquier momento, al estilo de los papeles que caracterizaron en el pasado a James Cagney, mientras que Winstone trabaja más desde la contención y la escucha. Hay que tener en cuenta que el tono que aplica Glazer al conjunto huye del realismo y está siempre al borde del exceso (basta ver la escena inicial de la roca o la del robo subacuático) con un manejo de la tensión digna de un autor veterano. Algo que se materializa en la retórica visual de Sexy Beast y que Glazer no volverá a practicar en sus siguientes films, cuyas imágenes irán ganando esencialidad y abstracción con el tiempo.

En esta primera etapa, el director despliega una planificación enérgica que imprime carácter a los encuadres de cámara, cerrados en los rostros y en las reacciones de los protagonistas. Hay ímpetu por transmitir las emociones que estos experimentan, ya sea incomodidad, temor o fricción, en todas las circunstancias demuestran la habilidad de Glazer para cargar de expresividad el plano. También mediante el montaje, capaz de trenzar situaciones en paralelo con gran destreza.

En suma, Sexy Beast supone un debut a la altura de lo esperado y el preámbulo de lo que vendrá después, una de las trayectorias más singulares del reciente cine europeo. Jonathan Glazer exhibe aquí sus dotes para la puesta en escena, la dirección de actores y para desarrollar narrativas fuera de lo común, partiendo de materiales ajenos y dándoles una mirada propia, no exenta de riesgo.

MEMORIAS DE UN CARACOL. "Memoir of a snail" 2024, Adam Elliot

Basta ver un único fotograma para reconocer el cine de Adam Elliot. No solo por el estilo de animación en stop motion que se ha mantenido inalterable desde hace tres décadas, sino también por al carácter oscuro de sus historias, pobladas por perdedores que encuentran en la sátira una válvula de escape. Elliot trabaja siempre con los mismos temas (la familia, la desigualdad y el aislamiento que afecta a los que son diferentes) así como el mismo diseño artístico, sin embargo, su fórmula no se agota porque explora cuestiones humanas con las que es fácil empatizar. Y eso que las situaciones que relata son bastantes extremas, si bien están contempladas con humanidad y comprensión. Buen ejemplo es Memorias de un caracol, segundo largometraje del director australiano después de Mary and Max, realizada quince años atrás.

La protagonista vuelve a ser una joven solitaria que proviene de una familia con dificultades. El drama de su vida es haber sido separada de su hermano mellizo, tan inadaptado como ella y con el que conservará la esperanza de reunirse algún día. La metáfora del caracol viene dada por su tendencia a encerrarse en sí misma, dentro de un imaginario caparazón que la protege de la realidad hostil. Tras un primer acto en el que se describen los días de convivencia en el hogar, Memorias de un caracol regresa de nuevo a la estructura dividida en dos relatos que avanzan en paralelo y en escenarios distintos, guiados por una voz en off.

La película contiene multitud de objetos que juegan un papel en la trama y detalles que hacen avanzar la acción, además de personajes extravagantes y una multiplicidad de tiempos y de espacios que obligan a fijar los ojos en la pantalla... lo cual no impide que todo transcurra con una fluidez pasmosa. Elliot desarrolla sus capacidades como narrador apelando a la coherencia interna del relato, aun cuando parece caer en el absurdo o en la exageración, cada idea va encaminada a provocar un sentimiento. Y es que Memorias de un caracol está hecha con el corazón, más allá de las astracanadas y del humor negro. Adam Elliot es un animador excelente que ha ido creciendo con el tiempo y que en esta ocasión se ve favorecido por un presupuesto mayor, que repercute en el acabado estético y en los efectos todavía artesanos que luce orgullosamente el film. Es por igual un autor imaginativo y un cómico singular, pero en especial, es un poeta que utiliza la imagen como recurso expresivo y que alcanza en Memorias de un caracol sus cotas más altas. En suma, un milagro cinematográfico que se materializa en figuritas hechas de materiales flexibles, decorados a escala, técnica, experiencia y, sobre todo, muchísimo talento.

THE BRUTALIST. 2024, Brady Corbet

Es evidente que a Brady Corbet le gustan las grandes historias. Ya desde el inicio, su cine ha ido desarrollando un sentido de la épica que emparenta sus guiones con las tragedias clásicas, mediante conflictos de identidad y de poder que se dirimen en espacios alegóricos. Son epopeyas que se prestan a la lectura moral y que eclosionan en The Brutalist, el tercer y más ambicioso de sus largometrajes hasta la fecha.

Corbet escribe junto a su pareja, la cineasta noruega Mona Fastvold, una adaptación de lo que en literatura se conoce como gran novela americana, que es esa narración que despliega los vicios y las virtudes del ideal estadounidense a lo largo de los años en el ámbito de la familia, la empresa o una comunidad determinada. El protagonista de The Brutalist es un arquitecto húngaro formado en la Bauhaus que cruza el Atlántico huyendo del horror nazi, dejando atrás su matrimonio y su profesión. Poco a poco irá recuperando las dos cosas, según va ascendiendo de nuevo en la escala social tras conocer a un magnate con el que establecerá una complicada relación de jerarquías, dependencias y deseos ocultos. Corbet pone en práctica el manual del buen storyteller en este relato prolijo pero muy fluido, que se extiende durante tres horas y media, al estilo del viejo Hollywood de películas como Gigante, América, América o de recreaciones posteriores como Pozos de ambiciónThe Brutalist juega en esa misma liga, con la salvedad de que Brady Corbet no posee la sabiduría de George Stevens ni el ingenio de Paul Thomas Anderson, aunque se esmera en emular a sus referentes.

Por ejemplo, en el deslumbrante arranque del film. Un primer plano de la actriz Raffey Cassidy que expresa el drama de la guerra y que retrocede hasta desembocar en otra oscuridad, la que vive el protagonista encarnado por Adrien Brody. A continuación hay un largo plano que sigue sus pasos desde lo profundo de la bodega de un barco hasta la cubierta donde se divisa la Estatua de la Libertad, a orillas de Nueva York. El encuadre muestra una imagen invertida del monumento, anticipando que la mirada sobre los acontecimientos no va a ser amable ni el punto de vista va a ceñirse a lo convencional. En realidad, en adelante Corbet no practicará ninguna transgresión sino que llevará a cabo una puesta en escena dinámica, eficaz y bella en muchas ocasiones, tanto en la planificación (con gran riqueza de ángulos y movimientos de cámara, bien armonizados a la fotografía de Lol Crawley) como en el montaje de Dávid Jancsó (con el empleo de recursos visuales como fundidos encadenados y alteraciones de velocidad). Todo ello filmado en soporte fotoquímico y en VistaVisión, un formato en desuso desde hace seis décadas con el que Corbet apela a un pasado de películas perfectas. The Brutalist no lo es, a pesar de sus esfuerzos por parecerlo.

Y eso que sus méritos son manifiestos: la dirección sólida, la elocuencia expositiva, la música de Daniel Blumberg, el diseño sonoro, las interpretaciones de los actores (entre los que también se encuentran Felicity Jones y Guy Pearce, ambos estupendos)... Corbet organiza cada pieza del engranaje con solvencia y precisión, sin embargo, la maquinaria en su conjunto adolece de ese factor misterioso que unos llaman magia y otros inspiración, pero que en resumidas cuentas es un componente más humano que técnico. Y es que aparte de algunos defectos (el personaje desdibujado de Cassidy, el epílogo como un añadido ortopédico para redimir al protagonista), hay algo funcional en el transcurso de The Brutalist que hace echar en falta mayor capacidad de riesgo. Aun así, el resultado se contempla con interés y con la certeza de asistir a un film que aspira a ser una obra maestra, y se queda en el ejercicio aplicado y brillante de un director con prisas por pasar a la historia.