DOUBLE TAKE. 2009, Johan Grimonprez

La literatura de Jorge Luis Borges contiene dos temas a los que el escritor argentino regresa con asiduidad: el doble y las geometrías del tiempo. En su cuento 15 de agosto, 1983, publicado en el año del título, narra el encuentro entre un Borges que acaba de cumplir sesenta y uno, y otro Borges de ochenta y cuatro. Son distintos y a la vez el mismo que confluyen en una habitación de hotel, con el resultado de la muerte de uno de ellos.

Años después, en 2007, el director belga Johan Grimonprez concentra su fascinación por Alfred Hitchcock en la pieza audiovisual Looking for Alfred, una exploración del carácter poliédrico y la multiplicidad en la obra del cineasta británico, interpretado por diversos actores. Este proyecto adopta también forma de libro en el que se incluye el cuento de Borges y los textos de varios autores, entre los que se encuentra Tom McCarthy. Aquí se asientan las bases con las que él y Grimonprez deciden llevar a la pantalla la fantasía borgiana, cambiando al protagonista para que sea Hitchcock quien encuentre a su doble, en medio de un torbellino de situaciones históricas sucedidas en el lapso que separa las edades de los dos Hitchcock: la carrera espacial entre EEUU y la URSS, la crisis de los misiles de Cuba, la Guerra Fría... son el telón de fondo de Double take, segundo largometraje de Grimonprez en el que condensa algunos conflictos internacionales del siglo XX, presentes en el resto de su filmografía.

Es muy útil conocer todos estos datos antes de ver la película, de lo contrario, el espectador puede caer con facilidad en el desconcierto. La acumulación de material de archivo y de grabaciones nuevas que Grimonprez realiza con Ron Burrage, el doble oficial de Hitchcock, es tan copiosa que cuesta encontrar un hilo argumental dentro del montaje. Además se añaden diferentes anuncios comerciales de una marca de café soluble, que dan a entender los mecanismos de manipulación de imágenes y las técnicas para influir en la audiencia, lo cual Hitchcock dominaba y es la columna central del film.

El torrente visual que maneja Grimonprez corre el peligro de confundir al público, si bien ejerce un efecto hipnótico. La información es abundante y no se distingue la realidad de la ficción, por lo que tratar de descifrar los laberintos que la película propone es más que una tarea ardua, casi imposible. Así que para disfrutar de Double take solo cabe dejarse arrastrar por su narración abigarrada y por el fluir de ideas algo inconexas, en un espectáculo críptico que fascina y agota a partes iguales.

A continuación pueden ver la película completa, facilitada por el director en su canal de Vimeo y con subtítulos en español. Un tipo generoso este Johan Grimonprez.

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VENUS. CONFESIONES DESNUDAS. 2016, Mette Carla Albrechtsen y Lea Glob

En los últimos años han proliferado los documentales que tratan la sexualidad femenina desde perspectivas diversas, prueba de la obsolescencia de ciertos tabúes implantados en la sociedad. Una de estas películas es Venus. Confesiones desnudas, de las directoras danesas Mette Carla Albrechtsen y Lea Glob, un ejercicio audiovisual que toma como herramienta la entrevista y el estudio sobre el comportamiento humano de un sector de la población de Copenhague.

El proyecto reúne a un buen grupo de mujeres jóvenes que relatan frente a la cámara sus experiencias y pensamientos íntimos, bajo la premisa de ser interrogadas con preguntas directas y sin cortapisas. La suma de sus testimonios va conformando la narración de manera salteada y en un clima de confianza que deriva en una hermosa escena final, en la que cada una de ellas se despoja de sus prendas a voluntad. Las directoras equiparan así las ideas de desnudez física y mental como argumento principal del relato.

La estructura narrativa sitúa las entrevistas en el centro y establece una relación simétrica entre las secuencias de presentación y desenlace, ambas con un montaje creativo y un empleo del sonido diferente (la voz en off de Lea Glob en la apertura y la música de Ola Kvernberg en el cierre). Al prescindir de conclusiones, la película amplifica su discurso e invita al público a comparar sus vivencias con las que se muestran en pantalla, lo cual convierte el visionado en una práctica estimulante con capacidad para favorecer la empatía en las mujeres y la curiosidad en los hombres.

En contra de lo que suele ser habitual en este tipo de producciones, la mirada atenta y respetuosa de las directoras se aleja del morbo, algo que se materializa en una puesta en escena austera, desprovista de adornos. El documental transmite una atmósfera de seguridad que proviene de realizar las grabaciones en un escenario único y doméstico, el salón de Albrechtsen, y con los mínimos elementos: una silla, un fondo de fotografía, una cámara estática y una iluminación suave que contribuye al naturalismo del conjunto. El resultado alcanza lo que se pretende: un retrato colectivo del sexo vivido y sentido por mujeres en la construcción de una identidad propia.

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LA MANSIÓN DE LOS HORRORES. "House on Haunted Hill" 1959, William Castle

De las películas de terror que William Castle produce y dirige con guion de Robb White, una de las más populares es La mansión de los horrores. Un ejemplo perfecto de las habilidades de Castle para buscar la emoción inmediata del público, empleando trucos que tuvieron gran predicamento en la época... si bien ahora pueden resultar algo pedestres y poco sutiles. Su cine se asemeja a una atracción de feria con forma de casa encantada de la que surgen apariciones fantasmagóricas, con un inmejorable maestro de ceremonias al frente: Vincent Price.

El actor encarna al rico propietario de una mansión que arrastra un pasado de muertes y maleficios. Una noche recibe a un grupo de invitados que aceptan participar en una prueba: quienes consigan llegar al amanecer con vida, recibirán una cuantiosa suma de dinero. La acción transcurre en las diferentes estancias de la casa y a lo largo de una velada en la que cada uno de los huéspedes demuestra su propio carácter. Así, encontramos al psicólogo escéptico, al galán temerario, al borracho resignado... aunque la que interviene en la mayoría de las escenas es la joven depositaria de todos los sustos y experta en gritos, como manda la tradición en este género de películas. La mansión de los horrores propone un juego meta-cinematográfico al inicio, cuando el personaje interpretado por Elisha Cook Jr. se presenta ante la audiencia desde la pantalla. Una interlocución que se recupera al final, para cerrar el espectáculo, dejando entre medias setenta minutos de pura serie B. Es decir, una planificación funcional por parte de Castle, una fotografía en blanco y negro sin refinamientos, unos efectos especiales de saldo (salvo la escena de la cuerda que amenaza a la chica a modo de serpiente), unas interpretaciones poco convincentes... solo el enorme carisma de Price sobresale del conjunto. Sin embargo, estas supuestas debilidades suponen el máximo atractivo de La mansión de los horrores.

William Castle no se preocupa porque el acabado del film sea de primer orden, dada la rapidez del rodaje y el escaso presupuesto invertido. Aquí lo importante es apelar al sentido atávico del miedo y generar la atmósfera adecuada para que el público salte en sus butacas, lo cual se consiguió, dando un inesperado éxito a la película. Vista hoy, La mansión de los horrores ha perdido buena parte de la inquietud que pretendía provocar, pero a cambio se ha convertido en un fabuloso divertimento y en un placer para espectadores desacomplejados. Algo a lo que aspiran sin alcanzarlo producciones mucho más ambiciosas que esta.

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LOS DESTELLOS. 2024, Pilar Palomero

Con tres largometrajes escritos y dirigidos en apenas cuatro años, se puede decir que Pilar Palomero ya muestra sus cartas sobre la mesa. Cine realista basado en los personajes, que aborda problemáticas familiares y prescinde de todo aquello que no resulta esencial para el desarrollo de la trama. Esto vuelve a definir una vez más Los destellos, dentro de una fórmula que se va renovando porque siempre es diferente. Palomero es aquí más sintética y extremadamente precisa en las líneas que despliega en el guion, logrando algo muy difícil: convocar los sentimientos sin emplear las herramientas habituales (música, diálogos, acabados estéticos), en un ejercicio de depuración que enfrenta al público con cuestiones muy reconocibles, de carácter íntimo y social.

A partir de un relato de Eider Rodríguez, Palomero cuenta la relación de una pareja separada hace tiempo que retoma el contacto a causa de la enfermedad de él. La hija que tienen en común provoca el acercamiento y añade la dosis de humanidad que necesita el conjunto, en el que adquieren importancia los escenarios y los objetos. Palomero pone atención en los detalles y dota de significado elementos comunes como una fotografía, un limonero, una piedrecita encontrada durante un paseo... o los rayos de luz que aparecen en determinados momentos y dan título al film. Son símbolos que narran la intrahistoria implícita en las imágenes, de corte naturalista, gracias a la capacidad de la directora para situar la cámara a ras de los personajes y a la fotografía sin artificios de Daniela Cajías. El montaje de Sofia Escudé también contribuye a que la película respire con el ritmo apropiado, dejando espacios para que el espectador haga sus aportaciones. Es cine que propone y que dispone, que sabe guardar la distancia adecuada sin caer en la frialdad.

Pero sobre todo, Los destellos se sostiene en los gestos y en las miradas de los actores que encarnan a los padres, Patricia López Arnaiz y Antonio de la Torre, así como la joven debutante Marina Guerola. Los tres desprenden credibilidad y hacen suyos los personajes con una gran economía de recursos interpretativos, cada uno desde un punto de partida distinto: de la Torre mediante el físico, López Arnaiz mediante la introspección y Guerola a través la expresión inmediata y fresca. Es emocionante percibir lo que transmiten con aparente sencillez y con pleno dominio de sus habilidades, ellos son la razón de ser de esta película en la que Pilar Palomero se confirma como una de las cineastas más interesantes del panorama actual.

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JOKER: FOLIE À DEUX. 2024, Todd Phillips

Nadie podía prever en 2019 el éxito alcanzado por Joker, un spin-off de presupuesto medio que rendía tributo al cine de los setenta en general y a Scorsese en particular. Ni siquiera Warner Bros, el estudio responsable, que enseguida vio la oportunidad de hacer una segunda parte contando con el mismo equipo artístico y técnico. Así que un lustro después, el director Todd Phillips goza de carta blanca financiera y creativa para abandonar el carril de las continuaciones canónicas desoyendo el fan service y expandiendo las posibilidades del personaje protagonista. Una decisión arriesgada que se manifiesta ya desde el título en francés. Joker: Folie à Deux hace referencia a la pareja formada por Joker y Harley Quinn cuando todavía eran dos seres aquejados de psicopatía, antes de convertirse en archienemigos de Batman.

La novedad más destacable de este segundo Joker afecta al género. Phillips y su coguionista, Scott Silver, siguen explorando las perturbaciones de la mente sometida a factores externos (el abuso, la rabia, la humillación) desde el prisma del drama psicológico, solo que ahora emplean los códigos del musical para representar la dificultad que vive el protagonista de distinguir realidad y ficción. Al estilo de lo que hacía von Trier en Bailar en la oscuridad, las canciones proyectan las fantasías del Joker y son el refugio en el que se evade del entorno hostil. Abundan las melodías pertenecientes al repertorio del teatro musical y standards de jazz cuyas letras aluden a locuras de amor, son composiciones inmortales de Richard Rodgers, Arthur Schwartz, Cy Coleman, Burt Bacharach... todas cantadas con crudeza y sin embellecimientos por la voz inexperta de Joaquin Phoenix y por la muy experta de Lady Gaga, quien tiene que hacer esfuerzos para no cantar como ella sabe. Ambos actores interpretan con credibilidad el delirio que atraviesan sus personajes y se dejan envolver por los arreglos sonoros, en sintonía con la música oscura creada por Hildur Guðnadóttir.

Joker: Folie à Deux comienza con un prólogo animado por Sylvain Chomet (y cantado por Nick Cave) que establece un hilo argumental con el primer film, si bien aquí se acaban las concomitancias. Pronto se evidencia la ruptura del director con su propia obra y la búsqueda de una identidad diferenciadora, que aprovecha el potencial que le ofrece el personaje. Este Joker reclama su autonomía y la puesta en escena lo ilustra mediante imágenes que rompen el ensimismamiento y ganan dinamismo en el montaje. La fotografía de Lawrence Sher aumenta la paleta de colores y la gama de luces gracias a los números musicales, filmados con efectividad y sin excesos, dentro del tenebrismo que rodea el conjunto. Una vez más, Phillips se vale de primeros planos para reflejar las tormentas internas de los personajes, además de movimientos de cámara que tienen intenciones descriptivas o apoyan el significado de ciertos conceptos, como por ejemplo: las panorámicas recurrentes en la sala de juicios que muestran el monitor de televisión con la señal en directo, para reforzar la dicotomía que está presente en todo momento de la verdad frente a la representación, la pantalla como barrera que separa lo cierto de lo imaginado. De hecho, en los diálogos se hacen muchas referencias a la película que existe sobre el Joker y que él mismo aún no ha podido ver, ansioso por saber si es verdaderamente buena... esta paradoja ejemplifica la tremenda jugarreta practicada por Phillips, una broma carísima que no ha sido bien recibida por el numeroso público que esperaba una segunda entrega idéntica a la anterior, de acuerdo a la serialización del relato que impera en nuestros días. Exigen del Joker algo que va en contra de su naturaleza: la previsibilidad y la repetición de un patrón narrativo.

Todd Phillips demuestra entender al personaje. Y es que más que un supervillano al uso, el Joker es un icono pop que va mutando según la visión del autor encomendado, siendo capaz incluso de trascender los márgenes de la ficción, tal y como sucedió durante el mandato de Trump. El entonces presidente de los Estados Unidos expresó su agrado por la película y una parte de su electorado lo interpretó como una refutación de las ideas antisistema que encarna el Joker, en consonancia con los sucesos acontecidos en el asalto al Capitolio de 2021... y olvidando convenientemente la falta de motivaciones políticas y la alienación que sufre el personaje, producto de la enfermedad mental. Así pues, todos aquellos que esperaban que la llama prendida en la película original se convirtiese en hoguera han resultado decepcionados. En lugar de incendio, Phillips plantea un espectáculo íntimo y triste que se alimenta de canciones en su mayoría antiguas, en la que lo único ardiente es la pasión romántica que el Joker siente por Harley Quinn. Una criatura que también ha frustrado a quienes aguardaban el desquicio adolescente y neo-punk representado por Margot Robbie en las películas del Escuadrón Suicida. El desencanto que experimenta el personaje al final de Joker: Folie à Deux se parece al de muchos espectadores que ignoran que la subversión del nuevo Joker está en las formas, más que en el contenido. Así, el film construye escena a escena su revulsivo particular: esta es la mayor de las transgresiones posibles en el Hollywood adocenado y pulcro que hoy conocemos.

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EL MAL NO EXISTE. "Aku wa sonzai shinai" 2023, Ryûsuke Hamaguchi

Después del reconocimiento internacional obtenido con Drive my car, Ryûsuke Hamaguchi continúa con su cine centrado en los personajes y en las relaciones humanas con El mal no existe. Una película en apariencia más sencilla y menos ambiciosa que la anterior, cuyo germen es el encargo de un proyecto audiovisual que se localiza en la cuenca de Nagano, en el interior de Japón. El trabajo de documentación de la zona y de los habitantes que allí residen es desarrollado por el director y guionista en esta fábula que enfrenta la naturaleza contra los desmanes del capitalismo.

Una vez más, Hamaguchi experimenta con el punto de vista y esquiva las fórmulas comunes, de modo que la historia se plantea como si estuviese contada por la propia naturaleza. El mal no existe comienza con un largo plano en movimiento que recorre las copas de los árboles desde el suelo, presentando el carácter contemplativo y el tempo dilatado que va a guiar la narración en adelante. Muchas de las acciones aparecen representadas en su integridad (el corte de leña para la chimenea, el llenado de garrafas en el río) en especial en la primera parte, antes de que se anuncie el conflicto. Estas tareas sin apenas elipsis se repiten más tarde con un nuevo significado, cuando en lugar de acometerlas el protagonista (un lugareño viudo con diversas ocupaciones que vive al cuidado de su hija) son realizadas por quienes vienen de fuera con intereses comerciales (los empleados de una agencia que pretende construir un camping). Esta dicotomía está presente durante el film y justifica las tensiones entre los vecinos del medio rural y los arribistas de Tokio, o lo que igual: los que quieren preservar su modo de vida basado en el respeto al entorno, y los que buscan hacer negocio esquilmando los recursos de la zona. Todo ello sin caer en el maniqueísmo ni en la didáctica elemental, tan habituales en este tipo de ficciones.

Por supuesto que el discurso de Hamaguchi queda claro, pero hay algo indescifrable y enigmático en El mal no existe que se escapa a las explicaciones simples y se adentra en el terreno de los símbolos. Una decisión que el director asume a riesgo de defraudar las expectativas del público y que tiene que ver con introducir elementos disruptivos en mitad de una atmósfera en calma, a varios niveles: sonoros (con cortes bruscos en la música), visuales (con emplazamientos de cámara inesperados, por ejemplo en la parte trasera del coche en marcha) y argumentales (con el desenlace, que establece una analogía entre los comportamientos del personaje principal y del ciervo herido). La película tiene un tercer acto que transforma lo cotidiano en tragedia y que debe ser interpretado por el espectador, a esas alturas sumido en el desconcierto... y es que Ryûsuke Hamaguchi no pone las cosas fáciles. El mal no existe invita a sacar conclusiones, una tarea que a muchos puede resultar ingrata y frustrante. Pero, ¿acaso no sería terrible que la finalidad del cine fuera solo agradar y proporcionar respuestas cómodas?

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