UN SIMPLE ACCIDENTE. 2025, Jafar Panahi

Un simple accidente comienza con una largo plano secuencia sostenido sobre el rostro de un hombre que conduce de noche junto a su familia. Pronto sucede el hecho al que se refiere el título, el cual involucrará a otros individuos con los que el conductor tuvo que ver en el pasado, en una concatenación de situaciones cada vez más tensas. Jafar Panahi lleva a cabo un ejercicio narrativo que intercala diversos puntos de vista y cuyo armazón dramático se sujeta en las interpretaciones de los actores. Es importante recalcar esto porque todo lo demás (la puesta en escena, el montaje) está al servicio de la evolución de los personajes, ya que la película asiste a la interactuación entre ellos en diferentes escenarios.

Los temas que aborda Un simple accidente son eminentemente políticos: la escala de poder y el uso de la fuerza, la asunción de responsabilidades, la práctica de la justicia... son cuestiones que Panahi dota de dimensión humana a través de una circunstancia presente en otros films como La muerte y la doncella o Incendies: el reencuentro fortuito de una víctima con su verdugo, tiempo después de sufrir abusos y en un contexto de libertad. La diferencia principal es que el director iraní tiñe la tragedia de costumbrismo e incluso se permite introducir algunos toques de absurdo y de comedia. Una apuesta arriesgada que él resuelve con su talento habitual para reflejar la vida a pie de calle, con personajes creíbles y diálogos que suenan reales.

Esta intención de representar ideas simbólicas mediante elementos tangibles, que pueden ser reconocidos por el público, constituye el principio elemental de la fábula. Un simple accidente es una fábula polvorienta y dura, que empieza de noche y se desarrolla a lo largo del día siguiente, para terminar de nuevo en otra noche opresiva, de carácter expresionista. El director de fotografía Amin Jaferi capta el transcurso de las horas por medio de los cambios de luz, con las limitaciones técnicas que conlleva haber rodado de manera clandestina en localizaciones exteriores e interiores de Teherán, para sortear la prohibición de dirigir que pesa sobre Panahi por parte de la autoridad. El cineasta ha demostrado siempre una actitud crítica contra los estamentos de poder de su país (no contra la población), lo cual le ha convertido en una figura incómoda para el régimen, sin necesidad de ser discursivo ni panfletario. Basta con el retrato de una sociedad cuyas rutinas están constantemente auditadas y que saca adelante sus gestiones a base de mordidas.

En esta ocasión, para reducir el filtro que la ficción impone sobre el relato, Panahi recurre más que otras veces al plano largo y sin cortes. Se trata de intervenir lo menos posible en lo que pasa delante de la cámara y reforzar la sensación de verismo, además de agilizar la filmación. También hay escenas de montaje, según las exigencias narrativas de cada momento, puesto que para Panahi lo fundamental es acompañar las reacciones de los protagonistas, muy bien interpretados por un reparto que mezcla actores profesionales y amateur, todos ellos convincentes. Los conflictos que encarnan son munición contra la dictadura teocrática que rige en Irán y, por extensión, en cualquier otra región privada de derechos. Esta es la grandeza de Un simple accidente: denunciar la injusticia en voz de los silenciados, con la sencillez y la honestidad que caracteriza desde hace tres décadas el cine de Jafar Panahi.

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UNA BATALLA TRAS OTRA. "One battle after another" 2025, Paul Thomas Anderson

Paul Thomas Anderson regresa al universo literario de Thomas Pynchon, casi una década después de haber realizado Puro vicio. Esta vez con una adaptación mucho más libre de la novela Vineland, que el director traslada a la pantalla con el título Una batalla tras otra. Y lo hace en el momento adecuado, cuando el gobierno de Estados Unidos vuelve a estar en poder de Trump y sus políticas reaccionarias influyen en las instituciones del estado. Al igual que el libro, la película establece una analogía entre las revueltas del pasado y el presente, proponiendo temas que siguen vigentes como la legitimidad de defender con cualquier medio (incluso la violencia) los principios democráticos elementales, o la conciliación del compromiso personal y el ideológico.

Estas cuestiones se individualizan en los diferentes personajes que presenta el guion, dividido en dos periodos separados por quince años: el antes y el después de que el grupo revolucionario French 75 haya sido disuelto tras la delación de una de sus miembros y el hostigamiento militar. Dentro de los bandos confrontados hay un experto en explosivos, una líder revolucionaria, un coronel obsesivo, un profesor de artes marciales que refugia a migrantes... interpretados respectivamente por Leonardo DiCaprio, Teyana Taylor, Sean Penn y Benicio del Toro, entre muchos otros actores que integran el reparto. Todos ellos perfectos en su papel (cabe destacar a la debutante en el cine Chase Infiniti), dadas las dificultades que ofrece el tono de sátira política que mezcla la acción, el thriller y la comedia. Una batalla tras otra mantiene un ritmo frenético a lo largo de 160 minutos sin decaer un instante, solapando situaciones que se interrumpen unas a otras y vuelven a retomarse mediante elipsis. Este es uno de los mayores retos que plantea la narración, repleta de personajes que aportan distintas caras de un conflicto en el fondo bastante serio. Porque la mecha que prende la carga explosiva que contiene el film es la pérdida de derechos, la desigualdad, el racismo y las demás podredumbres que apuntalan el fascismo organizado.

El director no cae en panfletos y expone del mismo modo las contradicciones que atañen a sus héroes, siempre con una sonrisa y la adrenalina propia del género en el que se enmarca la historia. Para ello, pone toda su habilidad en adoptar unos códigos próximos a los del cine de entretenimiento, más que en sus anteriores películas, con la diferencia que le otorga ser un virtuoso de la imagen y el sonido. La planificación absorbente y nerviosa no da tregua al espectador, sin incurrir en la confusión habitual de las modernas escenas de acción, empleando una sintaxis engrandecida por el montaje de Andy Jurgensen y la música de Jonny Greenwood, ambos colaboradores frecuentes en la última etapa de Thomas Anderson. También lo es Michael Bauman, cuya fotografía recupera texturas e iluminaciones del cine de los setenta, si bien las semejanzas de Una batalla tras otra y el nuevo Hollywood van más allá de las formas y se alinean en la implicación y el riesgo. No abundan en la cartelera de nuestros días las muestras de militancia por parte de los grandes estudios, por eso se debe reconocer este revulsivo financiado por Warner que nace con la intención de agitar conciencias y de conectar con una sociedad insatisfecha que precisa ser activada. Paradojas de un arte que además es industria: expresar discursos a través del espectáculo y de ciertos clichés (tal vez necesarios) para aglutinar todo lo que aquí se cuenta de manera apasionada y apasionante, en una película llamada a perdurar.

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DREAM SCENARIO. 2023, Kristoffer Borgli

Segundo largometraje del cineasta noruego Kristoffer Borgli y primero que filma en Estados Unidos con la producción de Square Peg, compañía que tiene al frente a Ari Aster. Este dato no es casual, ya que Dream Scenario coincide en mostrar la rugosidad de la condición humana presente en el cine de Aster, con la diferencia de que Borgli se aproxima más al discurso intelectual de Charlie Kaufman. De hecho, es imposible no pensar en este viendo a Nicolas Cage caracterizado como un profesor anodino que aspira a adquirir relevancia académica con sus estudios, además de ejercer de padre de familia corriente. Su vida transpira normalidad, hasta que un día la gente empieza a pararle por la calle para decirle que sueñan con él. La sorpresa se irá convirtiendo en reconocimiento y luego en pesadilla, lo que sirve a Borgli para desarrollar una fábula acerca de la fama, la privacidad y el peligro de los deseos satisfechos.

El guion del propio Borgli sabe introducir la incertidumbre dentro de un engranaje narrativo de gran precisión, que aligera la tragedia del protagonista con dosis de humor negro. Dream Scenario acierta en el tono y en medir los tiempos para que los giros dramáticos mantengan la atención del espectador, en muchos momentos desconcertado ante la pantalla. No es para menos. La mezcla de lo onírico y lo real resulta orgánica y sitúa el absurdo existencial como tema de fondo, gracias a unas imágenes que inciden en el extrañamiento. La puesta en escena logra transmitir la confusión que vive el matrimonio interpretado por Nicolas Cage y Julianne Nicholson, ambos magníficos, mediante encuadres que descomponen el equilibrio. Lo mismo sucede con el montaje, también obra de Borgli, que emplea recursos disruptivos como el salto de eje, el zoom in y el fraccionamiento arbitrario de algunas situaciones para generar el caos que requiere el relato. Se trata de un caos controlado y muy estético que toma influencia del cine de los setenta en las texturas, la paleta de colores y la luz que imprime Benjamin Loeb en la fotografía, filmada con película analógica de súper 16 mm.

Ni las técnicas del pasado ni el aire retro impiden que Dream Scenario capture a la perfección el desasosiego de los tiempos actuales. Esa es la virtud que alcanza Kristoffer Borgli: retratar la paranoia colectiva de una sociedad fácilmente manipulable, empleando los artificios de la ficción... y con la ayuda de Nicolas Cage en uno de sus papeles más memorables, avejentado por el maquillaje. Cabe destacar también dentro de este film singular y estimulante al compositor Owen Pallet. A continuación pueden escuchar un bellísimo ejemplo de su música:

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PRESENCE. 2024, Steven Soderbergh

Steven Soderbergh es un cineasta prolífico que lleva 35 años trabajando en toda clase de géneros y con todos los presupuestos posibles, desde el mainstream de los grandes estudios (Ocean´s eleven, Magic Mike) hasta el indie más minoritario (Bubble, The girlfriend experience). En ambos términos imprime siempre su personalidad y su solvencia técnica, que le hace ser además director de fotografía, cámara y montador de muchos de sus títulos, aparte de productor a través de su compañía Extension 765. Presence pertenece al grupo de películas pequeñas, realizadas con pocos medios y un escaso plantel de actores en el que se encuentran Lucy Liu, Callina Liang y Chris Sullivan. Lo curioso es que la protagonista principal, la presencia que da nombre al film, nunca aparece en pantalla porque todo lo que se muestra representa su punto de vista subjetivo. De este modo, el espectador ve lo que ella ve, mediante planos secuencia que no salen del escenario de la casa.

Un ejercicio formal plenamente justificado, que no se queda en la ocurrencia ingeniosa y que sostiene la narración. David Koepp firma un guion de apariencia sencilla que esconde un mecanismo sutil y preciso, en el que cada detalle anticipa algo de lo que sucederá después. Las relaciones de los personajes conducen la trama y dan forma al drama familiar, que es la verdadera naturaleza de Presence, más que el envoltorio de terror con el que se ha intentado vender al público. Soderbergh, que hasta la fecha no había tocado el tema sobrenatural dentro de su ecléctica filmografía, realiza aquí un experimento minimalista que da prioridad a la cámara, conducida por él mismo. Se trata de una cámara réflex con un objetivo de lente angular y soporte estabilizador, que el director traslada de una estancia a otra de la casa acompañando a los personajes, por lo que casi no hay primeros planos. La acción se contempla así desde fuera, a ojos de un espíritu que apenas puede intervenir en el mundo que habitan los mortales.

Más allá del acierto visual que supone Presence, hay también otros logros relacionados con el tono de calma tensa que gobierna el conjunto y la atmósfera sugerente, de secretos que se van desvelando poco a poco a lo largo del metraje. Las tragedias no resueltas que ocultan los personajes se revelan sin recurrir a golpes de efectos ni a trucos altisonantes, al contrario, son amortiguadas por el ambiente tristón que luce la película, esquivando los convencionalismos que abundan en las ficciones de casas encantadas. Este es el gran hallazgo de Presence, saber reinventar el género a base de depurar hasta el extremo unos códigos que parecían agotados, empleando la gramática propia del cine: imágenes, sonidos, interpretaciones, montaje... y la música, compuesta con sensibilidad y belleza por Zack Ryan. A continuación pueden escuchar un ejemplo:

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MADRID, EXT. 2025, Juan Cavestany

En el año 2020 y en plena pandemia de coronavirus, Juan Cavestany estrenó en abierto y vía online una película realizada por entero en situación de confinamiento. Madrid, interior era el retrato colectivo de puertas para adentro de una sociedad que reaccionaba como podía ante circunstancias inéditas, centrado en la capital española, pero representativo del conjunto de la población del país. Un lustro después, el director recorre la ciudad con la cámara para fijar en el tiempo aquellos sitios y personas que están en riesgo de extinción: zapaterías, ferreterías, videoclubs, salones de baile, estudios de fotografía... oficios que poco a poco van siendo desplazados por franquicias y por nuevos modelos de explotación comercial.

El primer testimonio que abre el film es el de la conservadora de un museo natural, alguien con quien Cavestany puede identificarse en su labor de preservar ejemplares de seres que una vez estuvieron vivos y que hoy son clasificados para su estudio y contemplación. Madrid, Ext. hace lo mismo con las imágenes y los sonidos de una urbe que, como se dice en un determinado momento, "ahora se hace para los demás". Se trata, pues, de un documental en el sentido exacto del término, al que Cavestany dota de significado político (porque defiende una ética del trabajo bien hecho) y poético (porque defiende una estética que propone y no impone). Todo construido en base a lugares y quienes habitan en ellos, un catálogo de arquitectura de dimensiones humanas que destila amor por un Madrid cuya singularidad desaparece bajo la homogeneización del liberalismo económico.

Sin embargo, el director no se distrae con discursos ideologizantes y deja que las imágenes hablen por sí mismas, al igual que hacen los individuos representados... sí, son individuos porque casi siempre aparecen solos. La suma de voces y de rostros sugiere la comunidad, al menos en la mente del espectador, gracias al montaje afinado y muy creativo de Cristóbal Fernández, Raúl de Torres y el propio Cavestany. Un montaje en el que tiene gran importancia el sonido y, en especial, la música compuesta por Guille Galván, en clara referencia a las sinfonías urbanas que fructificaron a principios del siglo pasado. No es que la película pretenda emular a Ruttmann o a Vértov, ya que aquí las composiciones surgen durante el proceso de producción y no a posteriori, como hacían los pioneros del género. Es un diálogo en paralelo entre las notas y los planos fotografiados por Javier Bermejo, quien logra extraer los mejores resultados de las localizaciones elegidas. Del mismo modo que hay un leitmotiv musical (el chiflo del afilador), también lo hay visual (la señora absorta) para hilar la variedad de elementos que desfilan en la narración, dividida en segmentos correspondientes a la naturaleza, la piscina, los carteles... un mosaico que huye del cliché y la postal turística.

Al igual que hacía Agnès Varda en Daguerrotipos, Cavestany filma a los vecinos de su ciudad mediante planos fijos que aluden al retrato fotográfico, un inventario de instantes detenidos frente a la lente. El movimiento sucede dentro del encuadre, lo que denota la actitud observadora del director, con atención a los detalles y las cosas pequeñas que suelen permanecer en la sombra. La mirada que Juan Cavestany aplica sobre Madrid transforma lo corriente en extraordinario sin sentimentalismos nostálgicos, con bastante humor y, sobre todo, con mucho cine. Sin duda, Madrid, Ext. es un documento de incalculable valor para los curiosos del futuro y para los que asisten con vértigo a las incertidumbres del presente.

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ROMERÍA. 2025, Carla Simón

Existe una narrativa de la experiencia que se ha ido desarrollando en los últimos años con perspectiva feminista, sobre todo en los ámbitos de la literatura, la fotografía y el cómic. También en el cine, con Carla Simón como una de sus referentes destacadas, al menos en España. Ya en su primer largometraje, Verano 1993, la cineasta rememoró sus vivencias de niña que acababa de perder a sus padres. Una desgracia que tiene continuidad ocho años después en Romería, cuyo relato se bifurca en dos tiempos diferentes: a principios de los 2000, cuando la protagonista de 18 años (alter ego de Simón) viaja a Vigo para conocer a la familia del padre fallecido, y en los 80, cuando en la ciudad gallega sucede la historia de amor de sus progenitores. Por lo tanto, no se trata solo de una película autobiográfica, es además la exploración de la memoria personal y común de una generación que se vio arrasada por el consumo de drogas y la expansión del sida.

La directora catalana logra domesticar toda la carga emocional que contiene el film y aplica la distancia que otorgan los personajes interpuestos. En Romería habla de sí misma y de sus padres con el filtro de la ficción, generando una atmósfera muy especial que mezcla la observación del entorno y de sus gentes, el drama clásico de una parentela con secretos y la poesía de los momentos que representan el pasado, con un tono más experimental y abierto. La conjunción de estos términos es el principal reto que plantea la película, una apuesta que Simón resuelve con el oficio de afrontar su tercer largometraje, sumado a la intuición y las ganas de ir adentrándose en espacios de mayor libertad. Es gratificante comprobar que los riesgos que asume Romería son por igual sus aciertos, hasta el punto de que hay una escena musical coreografiada que causa sorpresa por su aparición inesperada y por su fuerza expresiva, dado que consigue amplificar la tragedia íntima en colectiva a través del baile.

Simón sale bien parada de este y otros desafíos (el amor entre las algas, algunos diálogos de búsqueda de la verdad) gracias a la conciencia de estar pisando un terreno delicado, que ella filma con la cámara en una mano y el corazón en la otra. En el medio está el cerebro, lo cual permite que el conjunto no se salga nunca del carril de la mesura. Dicha contención afecta también a la puesta en escena, articulada en planos que dan prioridad a la mirada de Llúcia Garcia, actriz debutante capaz de imprimir naturalidad en cada fotograma. Su interpretación no parece tal y rebosa credibilidad y frescura, acompañada de un reparto en el que figuran nombres jóvenes como Mitch y veteranos como José Ángel Egido o Tristán Ulloa, entre otros.

La trama familiar de Romería se expande detrás de la lente y lleva a Simón a contar con su hermano, Ernest Pipó, para la composición de la banda sonora. Si bien esto no es una novedad dentro de la filmografía de la directora, sí lo es el empleo por primera vez de música extradiegética como puente entre el presente y el pasado, un puente fabricado con cuerdas de gran efectividad y belleza. La fotografía de Hélène Louvart diferencia estas dos dimensiones temporales con sutileza, mediante variaciones de textura y de color que materializan el sentido de la medida que domina el conjunto. Romería parece anticipar una nueva etapa en el cine de Carla Simón, tal vez más imaginativa y menos sujeta el realismo, y más dispuesta a indagar en los recursos de la imagen y el sonido. Habrá que verlo. Mientras tanto, hay que celebrar Romería como la evolución creativa de una autora que sigue agrandando su mirada para abarcar ese territorio extraño y fascinante que es el ser humano.

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SALVE MARÍA. 2024, Mar Coll

En su tercer largometraje, Mar Coll continúa explorando los conflictos familiares y las crisis de identidad de perfiles femeninos en la etapa de la adultez temprana. En esta ocasión va un paso más allá y se adentra en el terreno del terror psicológico, con un argumento que entronca con la tragedia clásica de Medea. No se trata de una actualización del mito, puesto que la protagonista de Salve María no necesita la infidelidad de un hombre para canalizar su rabia y fantasear con el infanticidio, ahora el enemigo es el propio vástago que le ha robado su individualidad como mujer y como creadora... así, la cineasta catalana no solo mira a la Grecia del pasado, sino que también asume la tradición cristiana (de ahí el título) y las referencias literarias de Sylvia Plath o Simone de Beauvoir, entre otras autoras que le sirven para trazar el descenso a los infiernos de una escritora sobrepasada por su reciente condición de madre. Si bien María ya se siente anulada al comienzo de la película, el detonante de su perturbación es la noticia de un terrible suceso ocurrido en su misma ciudad, lo cual la lleva a obsesionarse con la idea de una vida sin su bebé.

Mar Coll y Valentina Viso adaptan la novela Las madres no, de Katixa Agirre, un reto muy exigente para cualquier guionista: es demasiado fácil caer en la truculencia y la desmesura. Salve María no supera ciertas líneas pero las bordea peligrosamente, entre otros motivos porque le cuesta centrar el foco de la narración. Por ejemplo, la relación de la protagonista con algunos personajes importantes (Ana, Alice) no termina de definirse y resulta ambigua, al contrario de lo que sucede con la pareja interpretada por Oriol Pla. Además, Coll se mueve con soltura en el naturalismo, pero no tanto en determinadas escenas simbólicas tal vez forzadas (el cuervo) o que se antojan pobres y faltas del carisma necesario (el ser que adopta el rostro del fresco medieval). Para reforzar las sensaciones que aíslan a María de la realidad, se emplea el recurso evidente de la música, dramática en exceso y con unos coros que poco tienen que ver con el tono general, apagado y frío.

Estas debilidades no restan valor a los aciertos que contiene el film: hay una atmósfera insana que atraviesa el conjunto y una extrañeza que Coll expresa mediante imágenes de tensión soterrada, con hallazgos de montaje (la confesión final) o de planos largos y ralentizados (la recogida del premio). Pero sobre todo, si algo permite que Salve María se restablezca de sus propias dificultades, es la interpretación siempre comprometida de Laura Weissmahr. La actriz afronta su primer papel principal con una dedicación kamikaze, capaz de humanizar lo inhumano y de hacer que el espectador encuentre algún asidero dentro de esta película arisca e incómoda, que apenas ofrece tregua. Solo por su vocación casi suicida de abordar un tema tabú, cabe prestar atención a semejante apuesta tan irregular como valiente.

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JURADO N° 2. "Juror #2" 2024, Clint Eastwood

La permanencia del género judicial a lo largo de las décadas ha generado una serie de automatismos y de lugares comunes que hacen difícil la innovación, tanto más en el cine norteamericano. Por eso hay que aplaudir una película como Jurado N° 2, capaz de situar el conflicto allí donde suele haber sombras: en la mesa de deliberación de un jurado popular. Con el ilustre precedente de Doce hombres sin piedad, Eastwood trenza un thriller de despachos que se focaliza en un miembro del tribunal implicado secretamente en el mismo caso de homicidio que debe juzgar, un dilema ético que el film expone con sobriedad y rigor.

El interés de Jurado N° 2 supera su original planteamiento y crece según avanza el desarrollo de las situaciones y los personajes. El cuestionamiento moral que envuelve al protagonista afecta también a sus compañeros de bancada y a varias representaciones del espectro social y político, como una fiscal que aspira al poder o un policía retirado que antepone hacer justicia a cumplir la ley. Son miembros de un reparto coral que incluye a Toni Collette, J. K. Simmons y Kiefer Sutherland, entre otros nombres que orbitan alrededor de Nicholas Hoult, perfecto en encarnar la ambigüedad que exige el personaje principal.

Jonathan Abrams debuta como guionista y logra una narración sólida, que se adapta a los cánones clásicos y mantiene la tensión hasta el desenlace, lo cual queda reforzado mediante la puesta en escena. Eastwood deja espacio a los actores y está atento a sus reacciones con el uso de planos cortos que están siempre justificados, al igual que los planos de conjunto para establecer relaciones entre los personajes y el espacio. Una sintaxis de imágenes concisa y eficaz que no depara sorpresas pero que tampoco se distrae con artificios innecesarios, tal y como es habitual en el cine del director. Si acaso, cabe destacar ciertas escenas de montaje que agilizan el juicio y flashbacks que alternan puntos de vista diversos (el efecto Rashomon). El resto de las secuencias transcurren siguiendo la cronología de los hechos hasta desembocar en un final abierto, que ofrece pocas dudas al público.

Los aspectos técnicos de Jurado N° 2 lucen un acabado pulcro acorde con el tono del relato, sin caer en la frialdad y esquivando las debilidades que aquejan a algunos de los últimos títulos de Eastwood, más insustanciales de lo que merece una figura de su relevancia. Si el cineasta de 95 años cierra su filmografía con esta película (la número 40), habrá sido el digno broche a una obra ejemplar, laboriosa y coherente.

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SWITCHBLADE SISTERS. 1975, Jack Hill

Puede que el nombre de Jack Hill no vaya a figurar nunca en los libros de Historia del Cine, sin embargo, basta su mención para hacer sonreír a los amantes de la serie B. En 1975, el director y guionista pone en práctica por penúltima vez una fórmula muy asentada dentro de su filmografía, basada en la elección de temas controvertidos, el empleo de personajes con fuerza y el máximo aprovechamiento de los escasos recursos de producción. Cualidades que alcanzan su quintaesencia en Switchblade Sisters, una película que posee la virtud de unir escapismo y conciencia social.

Tal y como ha expresado el propio Hill, Switchblade Sisters se podría considerar una versión macarra del Otelo de Shakespeare: hay un conflicto general de guerra de bandas urbanas y un conflicto particular de ambición y de celos ante la irrupción de una nueva integrante en la comunidad. El argumento explota los clichés del género de pandillas rivales, con el añadido de que aquí las protagonistas son ellas. Hill incorpora una lectura feminista que coincide en el tiempo con el eslogan enunciado por Gisèle Halimi: "La vergüenza tiene que cambiar de bando", una sentencia que invierte el peso de la culpabilidad en los casos de violación. A cambio de la vergüenza, las Switchblade Sisters adquieren los atributos de la valentía, la determinación y el ardor por combatir a tiro limpio, si hace falta. Lo cual provoca diálogos memorables y escenas de violencia como la que transcurre en la pista de patinaje o con el coche acorazado, entre muchas otras. Hay además un componente político inhabitual en esta clase de films, gracias a la aparición de una milicia femenina de los Black Panthers que refuerza el contexto histórico en el que se desenvuelve el relato.

La película desprende adrenalina por medio de unas imágenes que no solo describen situaciones, también acompañan el desarrollo de los personajes y dibujan un paisaje siempre en tensión. Es verdad que los actores muestran limitaciones interpretativas (si bien andan sobrados de carisma) y que los apartados técnicos acusan en ocasiones las precariedades de la producción, pero nada de esto impide que Switchblade Sisters luzca como un fabuloso divertimento que debe ser reivindicado por su arrojo, energía y descaro. En ella se adivina la influencia que ejerció sobre uno de sus principales valedores, Quentin Tarantino, quien ha reiterado su deuda con esta joya del cine independiente.

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AFTERSUN. 2022, Charlotte Wells

No es habitual encontrar una opera prima con las ideas tan claras y con el grado de inspiración que posee Aftersun. Charlotte Wells demuestra en su primer largometraje un gran dominio de los recursos cinematográficos, que aplica evitando las fórmulas fáciles y apelando a la sensibilidad del espectador. Para ello, llena las imágenes de significado sin caer nunca en obviedades.

Ya desde el inicio, la directora británica propone un relato de apariencia sencilla: la convivencia de un padre separado con su hija preadolescente en un resort de la costa turca durante las vacaciones estivales. La relación entre los dos personajes, interpretados con enorme precisión por Paul Mescal y por la debutante Francesca Corio, se bifurca en líneas temporales que intercalan el pasado (la narración principal transcurre en el recuerdo de la hija), el presente (con la hija ya adulta) y un espacio alegórico en forma de discoteca donde ambos vuelven a reencontrarse. De este modo, la historia adquiere profundidad, ya que sugiere el drama de la enfermedad mental dentro de la experiencia cotidiana y juega en todo momento con el simbolismo de los elementos: la alfombra que preserva la memoria compartida, los parapentes que surcan el cielo como ideal inalcanzable, el escenario del agua propicio a la transformación... Wells pone en marcha un dispositivo con un tiempo propio que emplea las elipsis (atención al montaje de Blair McClendon) y que trabaja con el fuera de campo de manera sugerente, a veces misteriosa. Valga de ejemplo el plano sostenido de la fotografía que se va revelando mientras los protagonistas hablan, precisamente, sobre la posibilidad de seguir viviendo juntos en un verano inagotable.

El metraje está repleto de pequeños detalles que tienen eco en el conjunto y que se expresan mediante una planificación basada en el punto de vista. Aftersun es una película acerca de la mirada. La mirada de una niña que está dejando de serlo y eso condiciona su percepción de las cosas que tiene alrededor, bien cerrando el encuadre en gestos que cobran importancia, o bien abriéndolo para situar las figuras en el paisaje. También ayudan a resignificar las imágenes los ángulos y los movimientos de cámara, además de ciertas herramientas visuales como los reflejos o las composiciones invertidas, de nuevo en la mirada de la niña boca abajo, en un espejo o en las grabaciones de una videocámara recurrente en la trama... son señales que vale la pena discernir para ahondar en el enigma de esta obra que se sigue, por otra parte, con naturalidad y fluidez. Conviene no asustar al público con lecturas demasiado complejas, dado que Charlotte Wells es capaz de alcanzar la trascendencia empleando un lenguaje audiovisual accesible, empatía por los personajes y un humanismo sin fisuras. Cualidades propias de los cineastas experimentados que ella desarrolla con una habilidad pasmosa, semejante a presenciar un milagro en directo.

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LA TRAMA FENICIA. "The Phoenician Scheme" 2025, Wes Anderson

En un panorama cultural marcado por la multiplicidad y lo efímero, el cine de Wes Anderson representa ese territorio conocido al que regresar con cierta frecuencia, una Arcadia de formas geométricas y colores pastel que ha ido adquiriendo profundidad en los últimos años. La trama fenicia proporciona el goce estético habitual del director y la misma acumulación de tramas y personajes, con dosis de existencialismo que se agravan en torno a los temas de siempre: la búsqueda de identidad, la familia, el papel del individuo dentro del colectivo, la pérdida de la inocencia... aunque a decir verdad, la paradoja es que las historias escritas por Anderson (de nuevo en colaboración con Roman Coppola) son cada vez menos importantes según se vuelven más complejas, en favor de las sensaciones que producen las imágenes y la atmósfera que envuelve la narración.

En este caso, el argumento sucede en distintos puntos de Oriente Próximo, donde el magnate interpretado por Benicio del Toro traza un ambicioso plan para poner a salvo su fortuna de los continuos sabotajes a los que le someten los servicios de inteligencia extranjeros. Dado que la muerte le sigue los pasos de cerca, decide legar su imperio a su única hija, una novicia encarnada por Mia Threapleton que está a punto de tomar los votos mientras sospecha que él fue el causante del fallecimiento de la madre. La trama fenicia transcurre a lo largo de diferentes capítulos a los que se van sumando personajes con rostros muy conocidos como Tom Hanks, Scarlett Johansson, Benedict Cumberbatch y muchos otros, entre los que destaca Michael Cera, co-protagonista del film. Una fauna acorde al espíritu cartoon que impulsa el conjunto, en el fondo y (sobre todo) en la forma.

A estas alturas, el estilo del director está tan definido que permite convivir por igual a colaboradores frecuentes y nuevos miembros de la familia Anderson. Entre los primeros figura Barney Pilling, responsable de un montaje ágil que se asienta en elipsis, y Alexandre Desplat, autor de una partitura con sonoridades más dramáticas de lo acostumbrado. Junto a ellos se incorporan otros nombres como Bruno Delbonnel, con quien Anderson ya había trabajado brevemente y que es una referencia de la fotografía cinematográfica europea. Los equipos técnicos y artísticos de La trama fenicia obran el milagro de insuflar humanidad a lo que podría ser mero artificio, no en vano la película ha sido filmada casi por completo en decorados construidos en el estudio Babelsberg de Alemania. Una vez más, Wes Anderson ejerce de moderno Méliès especializado en el trampantojo, capaz de transmitir humor y emociones desde un pasado idealizado por la literatura, las artes gráficas, el cine... referencias cultas que él fagocita en fabulosos divertimentos como La trama fenicia.

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NOT A PRETTY PICTURE. 1976, Martha Coolidge

La trayectoria de Martha Coolidge comienza a principios de los años setenta con documentales marcados por un fuerte compromiso social, en los que aborda temas como el consumo de drogas, el modelo educativo o la desigualdad de género. Son pequeñas películas independientes que ella escribe, produce y dirige, hasta que en 1976 realiza su primer largometraje, en el que expone un episodio traumático de su biografía: la violación sufrida a los 16 años por un compañero de clase. Not a pretty picture es un ejercicio de exorcismo con el que Coolidge intenta cerrar heridas y es además un ensayo sobre las relaciones de poder y el abuso sexual. Tal y como se hace referencia en una de las escenas, es una "película educativa" que trata de definirse a sí misma ya desde el propio título, buscando su identidad a través de las imágenes filmadas en 16 mm, las palabras (muchas de ellas improvisadas) y las interpretaciones de un elenco joven y entregado.

El equipo de rodaje se deja contagiar por la energía de Coolidge y por su curiosidad por experimentar con los actores y con el formato, haciendo cierta aquella frase de Renoir que decía: "Toda película es un documental sobe la propia película". El resultado es una obra de creación colectiva que presenta dos caras de la misma narración, cada una con diferentes enfoques: por un lado está la recreación de los hechos antes y después del estupro, con una planificación convencional y un estilo deliberadamente impostado, y por otro lado está el análisis del comportamiento de los personajes durante la agresión, un diálogo de la directora con el reparto a modo de making of. Es una manera de enfrentar la realidad desde la ficción y desde el verismo, alternando con fluidez ambas dimensiones del relato. Así, el espectador tiene la sensación de que se construye frente a sus ojos y es invitado a debatir las situaciones que se denuncian en la pantalla, las cuales continúan sucediendo todavía hoy a pesar de los avances alcanzados.

Por eso, Not a pretty picture interpela al público del presente con fuerzas renovadas. Ojalá su discurso fuera coyuntural y hubiera sido superado... por desgracia no es así y sigue siendo igual de oportuno que entonces, ni siquiera la precariedad de la producción y el escasísimo presupuesto es capaz de aminorar la intensidad de una película que acierta a exponer lo espinoso del tema con cautela, reflexión y mucha sangre fría. Puede que el término "cine necesario" haya perdido sentido por el exceso de uso, pero si hay un film que lo merece, sin duda es este.

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LA NOCHE DEL COMETA. "Night of the Comet" 1984, Thom Eberhardt

Los años ochenta no se caracterizaron por la discreción ni por la sutileza. El auge que  experimentó por entonces la industria del entretenimiento impuso un rodillo cultural que aplastó las alternativas surgidas en los márgenes del mainstream, por eso no hay demasiados títulos relevantes dentro de la serie B de aquella década, mientras que sí abundan los pastiches que practican la autoironía y la reinterpretación de los modelos clásicos: Ms. 45, 70 minutos para huirRepo Man, Cherry 2000... Es un modelo de posmodernidad que, salvo excepciones (Están vivos), deja a un lado el discurso y celebra lo superficial, de acuerdo al signo de los tiempos. Buen ejemplo de ello es La noche del cometa, segundo largometraje del director y guionista Thom Eberhardt, que en su día pasó desapercibida y hoy concita el culto de los amantes de rarezas.

No es para menos. La noche del cometa es una caricatura del cine de zombis influida por el videoclip (en especial Thriller, de Michael Jackson), los videojuegos de las máquinas recreativas y las comedias de teenagers, cuya mayor virtud es la iconicidad. El público del presente aplaude la estética recargada y colorista de las imágenes por encima de cualquier otro elemento, e incluso es capaz de convertir las debilidades del film en aciertos: da igual que el guion carezca de lógica narrativa, que los personajes sean esquemáticos o que los diálogos resulten burdos sin pretenderlo... mejor así. El placer (culpable o no, allá cada uno) que proporciona la película se concentra en noventa minutos de diversión estilizada e inocua.

Eberhardt no se revela como un cineasta refinado, sino como un junta-planos que conduce al espectador por una trama imposible, que se va oscureciendo según avanza la acción y se acumulan machaconamente las canciones del momento. ¡Ningún problema! Ahí está Arthur Albert, el director de fotografía, para solventar con luces de colores y abundante humo las precariedades de la producción, generando una atmósfera que es lo más atractivo del conjunto. Eso y la pareja de actrices protagonistas, Catherine Mary Stewart y Kelli Maroney, dando vida a dos hermanas que se enfrentan al apocalipsis tras el vuelo de un astro por el cielo de Los Ángeles.

En definitiva, La noche del cometa es un delirio new wave que sigue, uno por uno, los puntos establecidos por Susan Sontag en su ensayo de 1964 Notas sobre lo camp, resumidos en: cine artificioso, estilizado y apolítico. Ideal para un rato de desconexión neuronal y disfrute sin complejos.

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DANIELA FOREVER. 2024, Nacho Vigalondo

Nacho Vigalondo lleva más de dos décadas explorando los límites y las paradojas de la percepción humana en múltiples formatos: largometrajes, cortos, episodios, videoclips... sus películas proponen un viaje de ida y vuelta entre lo real y lo imaginado, el presente y la memoria, la vigilia y el sueño. Siempre dentro de los márgenes del cine de género y con una personalidad que no desaparece ante los encargos ni los grandes presupuestos. En Daniela Forever, el director afincado en Madrid vuelve a filmar en la capital con un reparto internacional encabezado por Henry Golding y Beatrice Grannò, quienes interpretan a una pareja separada por la tragedia. Para provocar el reencuentro, él decide someterse a un experimento relacionado con los sueños lúcidos y descubrir así los sinsabores de una situación al principio idílica, que se va tergiversando a fuerza de tratar de aplanar los pliegues que conllevan los vínculos afectivos.

Lo primero que llama la atención de Daniela Forever es el tratamiento visual de las dos dimensiones del relato. La parte de la vigilia adopta una estética hiperrealista que replica la calidad amateur de las videocámaras ligeras, tanto en la imagen como en el sonido. La parte de los sueños, en cambio, se representa mediante planos muy elaborados que Jon D. Domínguez fotografía con colores saturados y luces muy expresivas, marcando una diferencia evidente que se materializa también en la alternancia de tamaños en 4:3 y 16:9, y en el empleo de ópticas multifocales y anamórficas, según el momento de la historia.

El guion escrito por Vigalondo salta de espacios y de tiempos de forma abrupta, acorde a las derivas del cine posmoderno que juegan con el multiverso y la repetición de acciones alternativas (OrigenTodo a la vez en todas partes o los recientes films animados de Spider-Man), solo que aquí se hace hincapié en los sentimientos. Además, los efectos especiales cumplen una función narrativa precisa que se aleja de la pirotecnia habitual, con un sentido de la atmósfera teñido de misterio y cierta melancolía que el humor alivia de vez en cuando. De este modo, es más fácil acordarse de títulos de mayor naturaleza autoral como Ruby Sparks y, sobre todo, ¡Olvídate de mí!, referente inevitable de Daniela Forever. Sin ánimo de comparar películas (todas empequeñecen al lado de la de Gondry), lo cierto es que el reto compartido de la reiteración puede convertirse en un problema si no se maneja bien. En Daniela Forever está a punto de suceder, en especial en el tercer acto, cuando los rizos argumentales giran sobre sí mismos y las repeticiones bordean la monotonía... por fortuna, Vigalondo mantiene el pulso y logra llegar al final habiendo atado los cabos sueltos, aunque en ocasiones asoma la sensación de estar asistiendo a ocurrencias ya conocidas.

En conjunto, Daniela Forever es una anomalía dentro del cine español, si acaso equiparable a Abre los ojos de Amenábar o a Los cronocrímenes del propio Vigalondo, que se disfruta gracias a su capacidad de riesgo y al aire de extrañeza que emanan las imágenes, en parte influido por la música de Hidrogenesse. Se trata de una película divertida y emotiva a partes iguales, sin duda la más romántica de Nacho Vigalondo hasta la fecha.

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JANE B. POR AGNÈS V. 1988, Agnès Varda

A lo largo de 1987, Agnès Varda y Jane Birkin se embarcan en un proyecto conjunto que contiene dos películas: Jane B. por Agnès V.Kung-fu Master. Un díptico de partes distintas y a la vez complementarias, el primero es un ensayo biográfico y el segundo una ficción, si bien ambos ilustran la complicidad que se establece entre las dos artistas y emplean la cámara como un espejo en el que mirarse la una en la otra y a sí mismas, durante el momento que habitan en sus vidas. De hecho, Jane B. por Agnès V. surge de la inquietud de Birkin al cumplir cuarenta años, un periodo de incertidumbre para una mujer que ha sido referente de la modernidad, actriz, modelo, cantante... Varda la acompaña en ese tránsito y la reinventa en muchas otras mujeres, algunas con nombre propio (Juana de Arco, Calamity James, Ariadna) ya sean mayores y jóvenes, pretéritas y contemporáneas, imaginarias y reales, todas se revelan fascinantes por igual.

La película propone un juego de miradas cruzadas que invita a participar al espectador. La estructura fragmentada del guion funciona como un prisma al que se le van añadiendo caras sin una lógica narrativa concreta, más que la acumulación de palabras y de rostros representados en una misma Jane Birkin. Son escenas que mantienen un diálogo propositivo con el público y que tratan, en definitiva, sobre la identidad. En algunas de ellas se muestra el proceso de gestación de Kung-fu Master y en otras aparecen compañeros de viaje de la protagonista (Serge Gainsbourg) o actores invitados que interpretan conceptos (Laura Betti, Jean-Pierre Léaud). El resultado se aleja del biopic convencional y disfruta del ejercicio de la exploración consciente y plena, aligerando la carga intelectual con dosis de humor y cercanía.

Por todo ello, hay que celebrar Jane B. por Agnès V. como el encuentro de dos mujeres de gran personalidad que dejan en la pantalla la impronta de su carácter y su talento. Una exhibición de generosidad por parte de Jane Birkin que Agnès Varda multiplica de manera original, divertida y muy estimulante.

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EL REGRESO DE LA MOSCA. "Return of the Fly" 1959, Edward Bernds

El éxito obtenido por La mosca en 1958 provocó el estreno, apenas un año después, de una continuación menos ambiciosa e imaginativa, como se demuestra ya desde el título: El regreso de la mosca. Un film de serie B distribuido por 20th Century Fox, que en la primera parte asumía también la producción ahora delegada en el estudio independiente Associated Producers, lo cual rebaja las exigencias no solo presupuestarias sino creativas. Al igual que en tantas ocasiones, se trata de repescar al público de la película precedente empleando la misma fórmula y ajustando el dinero.

Esta vez la dirección recae en Edward Bernds, artesano discreto al frente de un equipo de profesionales que trabajan sin veleidades artísticas y a servicio de obra. El guion escrito por el propio Bernds retoma la historia original transcurridos quince años donde esta terminó: el hijo del científico protagonista ha crecido y, ante el fallecimiento de la madre, por fin se siente libre para continuar las investigaciones llevadas a cabo por el padre que derivaron en su mutación en hombre-mosca y en su posterior destrucción. Como cabe esperar, el experimento vuelve salir mal y las consecuencias se repiten con la diferencia de que desaparecen los contrapesos románticos que daban profundidad a la película anterior. El regreso de la mosca prescinde de conflictos internos e incorpora elementos del noir (la trama de espionaje) expresados mediante la fotografía que, en este caso, es en blanco y negro.

Son varios los cambios y ninguno redunda en mejora. Por suerte, hay algo que permanece y es la presencia en el reparto del siempre estimulante Vincent Price. Frente a él hay un actor principal de aire atormentado, Brett Halsey, y otros nombres que dan vida a un grupo de personajes arquetípicos, entre los que figura la inevitable joven cuya función es adornar las imágenes y gritar cuando corresponde. En suma, El regreso de la mosca no aporta gran cosa a su ilustre antecesora más que un rato de entretenimiento poco exigente, varias escenas de humor involuntario... y una ración extra del señor Price, que nunca viene mal.

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SIRÂT. 2025, Oliver Laxe

Seis años después de haber realizado O que arde, Oliver Laxe regresa a los escenarios magrebíes de sus primeros largometrajes en un viaje que trasciende lo territorial. En Sirât, el director continúa explorando la analogía de los elementos materiales y espirituales a través del paisaje. Una constante en su cine que aquí se trasluce desde el inicio, con la escena fragmentada del levantamiento de un muro de equipos de sonido por unos operarios en medio del panorama agreste. El montaje sugiere de inmediato el símil entre la elevación artificial y la natural de los montes de alrededor, dejando clara la motivación de Laxe: establecer la relación del ser humano con el entorno, un vínculo que se vuelve cada vez más hostil según avanza y se desdibuja el relato.

Sirât parte de una premisa muy sencilla: un padre busca a su hija desaparecida cinco años atrás por las fiestas de música electrónica (raves) que se celebran en cualquier punto de la geografía, a bordo de una furgoneta en la que viaja acompañado de su hijo menor y de una perra. El film arranca cuando recorren uno de los encuentros que se organizan al aire libre en Marruecos. Allí conocen a un pequeño grupo que pretende adentrarse en el desierto para acudir a una rave aislada de los conflictos políticos que mantienen en vilo el país, una trayectoria que comienza dentro del género de aventuras y que poco a poco deriva en una survival movie impredecible y violenta. Laxe se arriesga a defraudar todas las expectativas posibles que se anuncian al principio y conduce al público por un periplo en el que la historia se diluye hasta desaparecer, puesta la atención en la atmósfera y en el carácter visual de cada momento. A medida que evoluciona, Sirât se desprende de las exigencias de la narración y persigue una esencia cinematográfica basada en las imágenes, que se recrea en el movimiento de los vehículos y de los cuerpos en el espacio.

Laxe vuelve a contar con Santiago Fillol en la escritura del guion y con Mauro Herce en la fotografía, dos nombres que contribuyen a moldear un estilo a medio camino entre el género clásico (drama, western) y la vanguardia de un cine que aspira a la introspección. Otro autor fundamental en el resultado de la película es Kangding Ray, responsable de una música abrasiva y sugerente que impone su presencia en la primera mitad del conjunto y luego también se disuelve con el polvo del desierto. Hay un paisaje físico, un paisaje sonoro y un paisaje humano, encarnado por una troupe de actores no profesionales que provienen de la misma comunidad que representan en la pantalla. Hay algo genuino en ellos que empasta bien con la experiencia interpretativa de Sergi López, quien actúa como el padre protagonista. Un elenco depositario de emociones que van en aumento, al ritmo electrónico que marca el horizonte sin fin de Sirât.

Sobra decir que es una película incómoda que contiene una crueldad que se ceba con los personajes. Oliver Laxe no ofrece consuelo ante la tragedia y, más allá de lecturas filosóficas y de teorías que cada cual puede aplicar según su criterio, lo que subyace es un ejercicio estético arrebatado y kamikaze que tiene la rara virtud de agitar al espectador de hoy. Solo por esto merece ser tenido en cuenta.

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EL JOCKEY. 2024, Luis Ortega

Tras el éxito obtenido con El ángel, Luis Ortega retoma las historias de personajes extremos con El jockey, una comedia de tintes surrealistas que bebe del cine de Kaurismaki, Almodóvar y Lynch, entre otras referencias. El octavo largometraje del director argentino es con probabilidad el más arriesgado y atípico de su trayectoria, lo cual tiene mérito, ya que Ortega ha buscado siempre agitar al público y escapar de los lugares comunes. En El jockey consigue también subvertir géneros y crear un mundo donde conviven lo bello y lo grotesco, lo absurdo y lo trágico, con una naturalidad imposible... porque nada de lo que sucede resulta real. Esta es la baza que juega la película, consciente de sí misma y de su propio artificio en todo momento, mediante personajes que solo responden a sus impulsos y situaciones que derivan en la sorpresa.

El guion escrito por Ortega, Fabián Casas y Rodolfo Palacios, sigue los pasos de un afamado jockey en pleno descenso por una espiral de autodestrucción etílica. Hasta que en una competición decisiva sufre un grave accidente que transforma su personalidad y le impulsa a huir, perseguido por un jefe mafioso, unos secuaces violentos y una pareja embarazada. La narración está más preocupada por construir una atmósfera y por hilvanar una sucesión de extrañezas que por desarrollar una trama precisa y coherente, por eso recurre a imágenes muy elaboradas que cobran sentido en el montaje. No es casualidad que Ortega cuente en la fotografía con Timo Salminen, colaborador habitual de Kaurismaki, cuya huella se percibe en el tratamiento del color, la composición de los encuadres, la cadencia y el ritmo de El jockey.

Si el lenguaje visual es importante para reforzar la sensación de desconcierto, no lo es menos la interpretación de los actores. El dúo protagonista formado por Nahuel Pérez Biscayart y Úrsula Corberó cumple a la perfección con las exigencias de sus papeles, resolviendo las dificultades físicas que les plantean: carreras, bailes, quiebros y requiebros... todo bien aderezado con diálogos acordes al tono del film. Los demás actores se mantienen a la altura del conjunto, entre los que brillan Daniel Giménez Cacho y Mariana Di Girolamo, integrantes de una peculiar fauna que late al compás de canciones del pasado. Y es que El jockey no tiene tiempo ni lugar, aunque haya sido estrenada en 2024 en Argentina y esté coproducida por cuatro países más, posee la rara virtud de escaparse de cualquier denominación y de pertenecer al territorio cautivador y salvaje de la libertad.

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THE NOTORIOUS BETTIE PAGE. 2005, Mary Harron

Que una misma película reúna los conceptos de telefilm y biopic es suficiente para poner en alerta al espectador más precavido. Ambos términos acumulan demasiados tópicos y algunos de ellos se traslucen en The Notorious Bettie Page, tercer largometraje de Mary Harron, directora que compagina en su trayectoria el cine y la televisión.

Saltan a la vista los clichés más asentados en este tipo de producciones: simpleza argumental, diálogos funcionales, personajes esquemáticos... se trata de exponer situaciones en lugar de sugerir significados, una discordancia en la cual recae The Notorious Bettie Page con bastante ligereza. El guion, segunda colaboración de Harron con Guinevere Turner tras American Psycho, intercala el juicio que en 1955 acusaba de pornografía ciertas imágenes protagonizadas por Page con los acontecimientos principales que marcaron su vida, siguiendo una línea temporal. Cada situación es la respuesta a una situación anterior, bajo la lógica narrativa de la coherencia que aplana las arrugas de la historia y el retrato interior de los personajes. De este modo, la presunta reivindicación de Page se vuelve tan básica que refuerza el estereotipo de la mujer ingenua y hermosa, que actúa por inercia y no por convicción. La mirada de la directora resulta condescendiente y pierde fuerza sobre todo en la parte final, cuando Page opta por el camino recto y acude a la llamada de la fe.

Las imágenes fotografiadas por Mott Hupfel salvan el conjunto de la banalidad, con un montaje que alterna el blanco y negro y el color en las escenas en Miami Beach donde Page se refugia de los sinsabores de Nueva York. También se emplea material de archivo que convive bien con los planos rodados en exteriores para situar el relato en una época precisa que Harron sabe recrear gracias al diseño artístico, la peluquería, el vestuario... pero si algo influye decisivamente en que la película adquiera credibilidad y cercanía es la interpretación de Gretchen Mol, actriz que se ajusta a la personalidad y apariencia de Bettie Page. Su labor no se limita a la mímesis sino que logra rellenar con expresividad las carencias del texto y contribuye a la psicología del personaje apoyada por sus compañeros de reparto, entre los que se encuentran algunas caras conocidas como Lili Taylor o David Strathairn. Mol es sin duda lo mejor de este título correcto y anodino, que se ve con despreocupación y que no termina de culminar el homenaje que merece la legendaria reina de las pin-up.

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SEGUNDO LÓPEZ, AVENTURERO URBANO. 1953, Ana Mariscal

Después de haber obtenido reconocimiento como actriz en la década de los cuarenta, Ana Mariscal funda la productora Bosco Films y comienza a elaborar sus propias películas, convirtiéndose en la primera mujer que dirige en España al término de la guerra civil. Su opera prima tiene además un componente muy personal porque surge de la propuesta de su marido y director de fotografía, Valentín Javier, en colaboración con Leocadio Mejías, los dos amigos y originarios de Cáceres. Se trata de llevar a la pantalla la novela Segundo López, aventurero urbano, escrita por Mejías aprovechando su capacidad de observación adquirida en el periodismo y las referencias que le proporcionan la literatura (Baroja, la novela picaresca española) y el cine (Chaplin, el neorrealismo italiano). Semejante cóctel da como resultado uno de los títulos más meritorios de los años cincuenta en nuestro país, si bien sufrió primero las arbitrariedades de la censura, el desinterés y luego el olvido generalizado.

Por eso es justo reivindicarla hoy, aparte de por sus méritos cinematográficos, porque supone un documento muy valioso del Madrid de la posguerra. Allí recala el protagonista que da nombre al film llegado desde la capital extremeña, dispuesto a dilapidar la herencia recibida tras la muerte de su madre en las distracciones que le ofrece la gran ciudad. La candidez y la actitud desprendida de Segundo López le conducirán pronto a la indigencia en compañía del Chirri, una actualización del Lazarillo de Tormes que encarna Martín Ramírez, aprendiz de mecánico que jamás se había puesto delante de una cámara. Al igual sucede con Severiano Población, maestro de obras cacereño que imprime en el personaje principal su naturalidad y frescura, en medio de un reparto de profesionales entre los que se encuentra la propia Mariscal. Hay que señalar que también Mejías aparece haciendo de sí mismo en las escenas situadas en el café, ya que su voz en off abre y cierra la narración en un ejercicio de metarrelato poco usual en aquella época.

El verismo se instala a pie de calle en múltiples escenarios naturales repartidos por Madrid: tascas, pensiones, autobuses y paisajes metropolitanos en blanco y negro donde se palpan el frío y el hambre de un tiempo miserable. Son situaciones que mezclan la crónica con el esperpento de Valle Inclán y cierta ternura que envuelve la película en un humanismo capaz de dignificar a los personajes, sin crueldad ni condescendencia. Contribuyen a ello los diálogos, cargados de credibilidad, y la puesta en imágenes que Mariscal conduce con ritmo y sentido de la atmósfera. La imperfección visual que se aprecia en escasos momentos (desenfoques, confusión en algunos planos de exterior con figurantes, montajes atropellados) es fruto de la precariedad presupuestaria y de la inexperiencia de la directora, lo cual no conlleva problemas, ya que dota al conjunto de inmediatez y realidad, dos cualidades que favorecen a la historia. Y es que Segundo López transpira una sensación de autenticidad que no se obtiene con dinero ni con grandes efectos, al contrario: hace falta entender al espectador, a los personajes y conectarlos a ambos. Ana Mariscal lo consigue, creando una de las cimas del cine español.

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EL SUEÑO DE LA SULTANA. 2023, Isabel Herguera

La directora Isabel Herguera logra culminar su amplia experiencia y los reconocimientos obtenidos en el mundo de la animación con el estreno en 2023 de El sueño de la sultana, su primer largometraje hecho a la edad en la que muchos piensan en jubilarse. No es su caso, ya que se trata de una película que rebosa inspiración y belleza, lo más parecido a una obra de arte.

Herguera posee un sentido plástico cercano a la ilustración y la pintura, con capas que se superponen unas a otras mediante transparencias, trazos marcados, líneas sueltas y una paleta cromática que no es solo estética, también es política. Esto se explicita, por ejemplo, en la decisión de racializar a todos los personajes como si fueran de la India, al margen de su procedencia, al contrario de lo que ha sido habitual durante muchos años en el cine occidental. La historia que se cuenta en El sueño de la sultana transcurre en diversos países y en diferentes lenguas, y toma como base la novela homónima escrita por Begum Rokeya a principios del siglo XX. Una utopía feminista que establece los ideales de la escritora y activista bengalí, mezclados con un relato del presente que emplea la metaficción como recurso narrativo. Herguera intercala tiempos, escenarios e incluso estilos visuales para generar la sensación de estar ante un caleidoscopio en el que se refractan formas y relatos, con un concepto común: le denuncia de las desigualdades que sufren las mujeres.

Un objetivo loable que encuentra, sin embargo, su mayor problema en la exposición de los argumentos. A fuerza de enredar la trama, El sueño de la sultana cae por momentos en la confusión y obliga a Herguera a dejar claros sus postulados, hasta el punto de resultar en exceso discursiva. Así, la película exhibe un "mensaje necesario" y evidente que llega a rozar la ingenuidad, como sucede en las escenas en las que interviene la representación animada de Paul B. Preciado, con unos diálogos tan forzados que causan sonrojo... más si cabe teniendo en cuenta que van dirigidos al espectador adulto.

Salen al rescate de estas irregularidades unas imágenes admirables, con el estilo propio y reconocible de Isabel Herguera. Cineasta que con pleno merecimiento se puede considerar artista y que regala a los ojos del público un espectáculo pocas veces visto antes. Lástima que El sueño de la sultana no termine de redondearse y que se vea lastrada por un texto ambicioso, que pretende abarcar demasiadas ideas y que lo confía todo a su poderoso influjo visual.

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LA BUENA LETRA. 2025, Celia Rico

Después de haber dirigido Viaje al cuarto de una madreLos pequeños amores, Celia Rico continúa adentrándose en espacios domésticos para revelar la intimidad de familias con conflictos pendientes de solucionar. La diferencia principal que presenta su tercer largometraje es que sucede en el pasado y que adapta un material ajeno, la novela La buena letra de Rafael Chirbes. El contexto de la posguerra en un pequeño pueblo de la costa valenciana agrava el tono dramático y pone a prueba las capacidades de Rico como cineasta, ya que deposita mayor peso en las miradas y en los silencios de los personajes.

Esto explica que uno de los primeros aciertos de la película resida en la elección del reparto, con Loreto Mauleón, Roger Casamajor, Enric Auquer y Ana Rujas en los papeles principales. Cuatro actores capaces de amoldar sus gestos y palabras a los requerimientos del guion, en el que Rico explora el impacto de un joven matrimonio que recibe la llegada desde el exilio del hermano del marido. Las relaciones que se establecen entre ellos y la posterior irrupción de una chica procedente de un ámbito distinto marcan las evoluciones de la historia, dividida en cuatro partes, cada una en torno al vínculo que desarrolla Ana (dueña del punto de vista, interpretada por Mauleón) con los demás. Ella es el epicentro de este relato que da voz a las mujeres que se vieron forzadas a callar durante tantos años, una reivindicación necesaria que Rico expone con gran contención. La buena letra huye del discurso y la condescendencia con los perdedores, amortiguando la carga política con la observación del comportamiento humano, siempre expectante. No se trata de emitir juicios evidentes sobre el episodio más triste de nuestro siglo XX, sino de contemplar las consecuencias que tuvo en círculos cercanos, en familias y en poblaciones donde se pasaba hambre y escaseaba el trabajo.

La concisión del texto se traslada también a las formas, mediante una planificación de hechuras clásicas que mantiene la distancia adecuada entre la cámara y el sujeto de las acciones, retratadas con sumo respeto. La mirada de Rico es a la vez atenta y sobria, sin incurrir en angulaciones o movimientos que no sumen a la narración, con interés en los detalles y, a la vez, una visión de conjunto. En la mayoría de las secuencias, el escenario de la casa transmite la sensación de encierro que vive la protagonista a través de imágenes tenuemente iluminadas y colores apagados, que cuentan con la fotografía matizada de Sara Gallego y un diseño de arte que logra construir la atmósfera que envuelve el film.

En suma, La buena letra supone un paso decisivo en el proceso de madurez de Celia Rico, directora que confirma las promesas que anticipaban sus anteriores películas y que demuestra poseer una personalidad propia, capaz de hacer suya una historia de otro tiempo y de otro autor.

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LOS ÁNGELES DEL INFIERNO. "The Wild Angels" 1966, Roger Corman

Todo estaba cambiando en Estados Unidos durante los años sesenta. El desgaste de la guerra en Vietnam agrandaba la brecha generacional abierta por las circunstancias políticas, económicas y sociales, dando lugar a movimientos civiles, revoluciones culturales, luchas feministas... un terremoto que afectaba por completo al sistema, muchas veces agitado por ideales utópicos y otras veces por intereses del capital. En medio, el concepto de libertad (tan amoldable) era empleado como una herramienta más de división, ocasionando extrañas paradojas. Por ejemplo: que una banda de moteros llamada los Ángeles del Infierno simbolizara primero le rebeldía más heterodoxa y luego fuera defenestrada por abrazar actitudes violentas y revestirse de iconografía nazi. O que uno de los directores más libres del momento, Roger Corman, decidiera hacer una película sobre ellos en la que hablar, precisamente, de los cuestionamientos de la libertad mal ejercida.

Es importante tener en cuenta este contexto para entender la capacidad de transgredir y de provocar incomodidad que continúa manteniendo todavía hoy Los Ángeles del Infierno. Un film cuyo guion escribe Charles B. Griffith, colaborador habitual de Corman, y que termina arreglando su propio asistente, un primerizo Peter Bogdanovich. El texto mezcla noticias reales y leyendas urbanas con el afán de participar en el debate público acerca de una juventud decepcionada con la falta de oportunidades que ofrece el presente, y que reacciona al clima de violencia con más violencia acumulada, dando vueltas en un círculo condenado a explotar. Para ello se actualizan algunas claves del western, sustituyendo los caballos por motocicletas y otorgando el papel protagonista a la tribu de salvajes. Corman cuenta, en esencia, una historia de amistad y de lealtades abocadas al fracaso, con el peso de la jerarquía repartido en el líder de la banda (interpretado por Peter Fonda), su pareja (Nancy Sinatra), el amigo de confianza (Bruce Dern), la novia de este (Diane Ladd) y los demás miembros de Los Ángeles del Infierno. La película plantea también las desigualdades de género que relegan a la mujer a la función de animal de compañía y objeto preferente de abusos y violaciones.

Son temas duros que el director explora de manera muy dinámica, tratando de que el movimiento defina a los personajes. Corman realiza una de las películas más cuidadas de su filmografía en lo que respecta a la puesta en escena, con una cámara ágil que sigue los desplazamientos de los vehículos de modo descriptivo, y que recorre los escenarios cerrados (el bar, la iglesia) de modo narrativo y participando en las acciones. Solo cuando la situación lo requiere (la muerte de Loser en la carretera, o la marabunta del funeral), la cámara abandona su soporte y se adentra en manos del operador al epicentro de las emociones, lo que transmite gran visceralidad en las imágenes, montadas con destreza por Monte Hellman. La fotografía de Richard Moore imprime fuerza y personalidad en el conjunto, además de fijar para siempre la impronta de un tiempo apasionante, lleno de glorias y de miserias.

En suma, Los Ángeles del Infierno es uno de los mejores ejemplos del género bikexploitation desarrollado en aquella época bajo el amparo del estudio American International Pictures. Un cine que había germinado una década atrás con The Wild One y que llega hasta nuestros días con The Bikeriders, en un arco proclive a la serie B que contiene a directores de todo pelaje... ninguno tan entusiasta y convencido de lo que hacía como Roger Corman.

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