LA ISLA DESNUDA. "Hadaka no shima" 1960, Kaneto Shindô

La fijación de Kaneto Shindô por retratar las tensiones de la condición humana y su imposibilidad para optar al libre albedrío se depura al máximo en La isla desnuda, película enmarcada dentro de la serie de críticas sociales que el director realizó en la primera etapa de su filmografía. Son títulos que hablan del sufrimiento y la pobreza que padecieron las clases humildes en Japón después de la guerra, en este caso, una familia de agricultores que lucha por sobrevivir con los escasos recursos naturales que ofrece un islote al este del país. Shindô emplea los mínimos elementos para contar la historia, centrándose en los personajes y en el paisaje, con un estilo documental que escruta las situaciones y se adentra en la investigación etnográfica. Lo cual no impide que el film posea una fuerte identidad visual, con imágenes que sitúan la escala del hombre en relación al espacio.

El plano general que abre la película es un buen ejemplo. Se trata de un acercamiento aéreo hasta la isla que identifica el escenario principal donde van a suceder los hechos, un movimiento de cámara semejante al de un entomólogo que aproxima su lupa al objeto de estudio y que se invierte al final, alejando al espectador desde lo concreto hasta lo global para sugerir que lo que acaba de ver no es un fenómeno singular, sino una pieza más del engranaje que mueve el mundo. La conciencia política de Shindô no se manifiesta solo en el argumento y rememora además formas del pasado, con alusiones a Eisenstein en la composición de los primeros planos y en la aplicación de una mirada épica al trabajo, de acuerdo a los ideales socialistas del autor. También se puede rastrear la huella de Flaherty y de sus Hombres de Arán, sin embargo, no hay heroísmo en los habitantes de La isla desnuda puesto que son ellos quienes se explotan a sí mismos, víctimas de un sistema que les confiere el papel de Sísifo dentro de una tragedia cotidiana que alcanza, en el tercer acto, proporciones mitológicas.

Los dos actos anteriores recogen las rutinas del esfuerzo constante: primero de forma metódica y usando la repetición como recurso narrativo, y luego en ciclos estacionales que avanzan mediante elipsis de tiempo. Todo cambia (el vestuario, la luz, el clima) aunque la unidad de lugar y de personajes permanece, gracias en buena parte a la bellísima fotografía en blanco y negro de Kiyomi Kuroda, colaborador habitual del director. Shindô también vuelve a contar con Hikaru Hayashi, compositor de una música evocadora, y con dos de sus actores fetiche: Nobuko Otowa y Taiji Tonoyama, ambos excepcionales en la representación muda de emociones. Porque La isla desnuda carece de diálogos en su afán de síntesis y se confía a la elocuencia de las acciones, dando como resultado un contundente ejercicio de cine que le dio éxito internacional a Kaneto Shindô. Los reconocimientos obtenidos permitieron salvar a su productora de la quiebra y le señalaron como uno de los cineastas más originales e interesantes de la generación de la posguerra.

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WENDELL Y WILD. 2022, Henry Selick

Sobre el papel, la idea de reunir a dos talentos como Henry Selick y Jordan Peele es lo bastante atractiva para llamar la atención de cualquier proyecto. Más todavía cuando ha transcurrido una docena de años desde que Selick presentara Coraline, su anterior película, y que Peele haga su primera incursión en el mundo de la animación. El resultado es Wendell y Wild, la adaptación de un cuento que nunca llegó a publicarse obra de Selick y de Clay McLeod Chapman, reconvertido en película de terror para toda la familia.

Precisamente es la aspiración de querer agradar a un público amplio lo que resta contundencia al film, con una mezcla de chistes ingenuos y humor negro que no logra hacer olvidar los títulos previos de Selick, en especial Pesadilla antes de navidad. Muy lejos de esta, Wendell y Wild carece de aportaciones a la carrera del director más que un uso tal vez demasiado sofisticado del stop motion, cuya posproducción digital elimina cualquier rastro de la artesanía propia de esta técnica de animación. Las imágenes del film son tan nítidas y perfectas que carecen de textura, a pesar de la fuerza estética que posee el diseño de los personajes y el dinamismo que empuja la narración. De hecho, el ímpetu puesto en que las escenas sean cortas y el movimiento fluya constante provoca irregularidad en el ritmo y cierta confusión en el desarrollo de la trama. Y es que el problema de Wendell y Wild reside en un guion deslavazado que no acierta a fijar sus líneas principales y se pierde en la indefinición y los auto-homenajes. Hay algunas escenas poderosas, como la lucha de la protagonista contra el monstruo que representa sus miedos internos, pero son excepciones dentro de un conjunto poco estimulante.

La energía visual del conjunto no consigue paliar las debilidades de una historia que recurre a aciertos ya conocidos de Henry Selick, cineasta que exprime su potencial cuando trabaja con materiales ajenos y que no se beneficia de su colaboración con Jordan Peele. Por eso, Wendell y Wild es una oportunidad perdida de seguir hilvanando joyas en la filmografía de un cineasta que esperemos que todavía tenga cosas que decir.

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LOS ASESINOS DE LA LUNA DE MIEL. "The honeymoon killers" 1970, Leonard Kastle

Como bien se sabe, las obras artísticas son fruto de las circunstancias en las que son creadas. Esto sucede más aún en el cine, un medio cuya validación como arte siempre se pone en entredicho, dada su dependencia económica y las condiciones poco favorables de la industria para atender a cualquier producto que se salga de la norma. Un buen ejemplo es Los asesinos de la luna de miel, título considerado de culto que nació en mitad de todas las incertidumbres posibles y cuyos inconvenientes conforman su identidad.

El proyecto parte de Warren Steibel, un productor televisivo con ganas de debutar en el cine, que se propone llevar a la pantalla el caso real de los conocidos como asesinos de los corazones solitarios, Raymond Fernandez y Martha Beck. Él se dedicó en los años cincuenta a robar a solteronas y viudas con dinero con las que mantenía correspondencia, mientras que ella era una enfermera con problemas de sobrepeso que no conocía el afecto. Ambos entablaron relación y se introdujeron en una espiral de crímenes cada vez más sanguinarios, haciéndose pasar por hermanos para urdir bodas con sus futuras víctimas. Con estos mimbres, Steibel encarga el guion a su compañero de piso, el libretista y compositor de ópera Leonard Kastle, gracias a la financiación que obtienen de un inversor ajeno al negocio del cine. Lo escaso del presupuesto les impide recrear la época y sitúan la historia en el tiempo presente, a finales de los sesenta. Otro anacronismo para reducir costes es el empleo de la música clásica de Gustav Mahler, una solución atípica dentro de la serie B. Además contratan a un director incipiente, nada menos que Martin Scorsese, que enseguida es despedido por demorar los plazos de rodaje. Se trata de filmar rápido, a modo de documental, con una fotografía naturalista en blanco y negro que recae en el todavía primerizo Oliver Wood. Buscando la funcionalidad, se sustituye a Scorsese por un realizador de vídeos industriales, Donald Volkman, que apenas completa un par de semanas de trabajo. Así que es el propio Kastle quien asume la dirección sin ninguna experiencia previa, lo cual impregna las imágenes de un desaliño y una inmediatez que muchos han querido identificar con el cinema vérité o la nouvelle vague, cuando en realidad son consecuencia del amateurismo.

Si es verdad que Kastle conoce las vanguardias europeas y norteamericanas que habían renovado recientemente el lenguaje cinematográfico, lo cierto es que su desarrollo de la puesta en escena muestra limitaciones evidentes: el director tiene dificultad para componer los planos de conjunto y para mantener el ritmo de ciertas escenas, por no hablar de algunas de las interpretaciones que rodean a Shirley Stole y Tony Lo Bianco, los dos actores principales. Ambos provienen del teatro y se estrenan en la pantalla con Los asesinos de la luna de miel, otorgando verosimilitud y contundencia al resultado, en contraste con la sobreactuación que practican sus compañeros. Stole y Lo Bianco son el gran acierto de esta película cuyos errores la vuelven muy especial, ya que contribuyen a enrarecer la atmósfera y a generar la sensación de que puede pasar cualquier cosa... y así es. La rutina criminal se va volviendo cada vez más insana y tenebrosa, generando un crescendo de muertes que desemboca en un final sorprendente por lo anticlimático. La repetición que hasta entonces ha definido la estructura se detiene de pronto en un desenlace seco y demoledor, que se distancia de los hechos y los contempla con frialdad. El film contiene otras virtudes diseminadas a lo largo del metraje, como el asesinato final sostenido sobre la mirada de la madre, o el plano secuencia que une la muerte y el sexo tras haber matado a la señora mayor. Son fogonazos de ingenio que denotan el potencial de Leonard Kastle en la única incursión que hizo en el cine, puesto que no volvió a repetir. Quién sabe lo que hubiera sido capaz de hacer. En él se intuye la entereza necesaria para atravesar el camino tortuoso y lleno de baches que supuso la realización de Los asesinos de la luna de miel, película que demuestra que, muchas veces, las imperfecciones pueden jugar a favor de obra y son aliadas del riesgo. Bienvenidas sean.

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