PRESENCE. 2024, Steven Soderbergh

Steven Soderbergh es un cineasta prolífico que lleva 35 años trabajando en toda clase de géneros y con todos los presupuestos posibles, desde el mainstream de los grandes estudios (Ocean´s eleven, Magic Mike) hasta el indie más minoritario (Bubble, The girlfriend experience). En ambos términos imprime siempre su personalidad y su solvencia técnica, que le hace ser además director de fotografía, cámara y montador de muchos de sus títulos, aparte de productor a través de su compañía Extension 765. Presence pertenece al grupo de películas pequeñas, realizadas con pocos medios y un escaso plantel de actores en el que se encuentran Lucy Liu, Callina Liang y Chris Sullivan. Lo curioso es que la protagonista principal, la presencia que da nombre al film, nunca aparece en pantalla porque todo lo que se muestra representa su punto de vista subjetivo. De este modo, el espectador ve lo que ella ve, mediante planos secuencia que no salen del escenario de la casa.

Un ejercicio formal plenamente justificado, que no se queda en la ocurrencia ingeniosa y que sostiene la narración. David Koepp firma un guion de apariencia sencilla que esconde un mecanismo sutil y preciso, en el que cada detalle anticipa algo de lo que sucederá después. Las relaciones de los personajes conducen la trama y dan forma al drama familiar, que es la verdadera naturaleza de Presence, más que el envoltorio de terror con el que se ha intentado vender al público. Soderbergh, que hasta la fecha no había tocado el tema sobrenatural dentro de su ecléctica filmografía, realiza aquí un experimento minimalista que da prioridad a la cámara, conducida por él mismo. Se trata de una cámara réflex con un objetivo de lente angular y soporte estabilizador, que el director traslada de una estancia a otra de la casa acompañando a los personajes, por lo que casi no hay primeros planos. La acción se contempla así desde fuera, a ojos de un espíritu que apenas puede intervenir en el mundo que habitan los mortales.

Más allá del acierto visual que supone Presence, hay también otros logros relacionados con el tono de calma tensa que gobierna el conjunto y la atmósfera sugerente, de secretos que se van desvelando poco a poco a lo largo del metraje. Las tragedias no resueltas que ocultan los personajes se revelan sin recurrir a golpes de efectos ni a trucos altisonantes, al contrario, son amortiguadas por el ambiente tristón que luce la película, esquivando los convencionalismos que abundan en las ficciones de casas encantadas. Este es el gran hallazgo de Presence, saber reinventar el género a base de depurar hasta el extremo unos códigos que parecían agotados, empleando la gramática propia del cine: imágenes, sonidos, interpretaciones, montaje... y la música, compuesta con sensibilidad y belleza por Zack Ryan. A continuación pueden escuchar un ejemplo:

LEER MÁS

MADRID, EXT. 2025, Juan Cavestany

En el año 2020 y en plena pandemia de coronavirus, Juan Cavestany estrenó en abierto y vía online una película realizada por entero en situación de confinamiento. Madrid, interior era el retrato colectivo de puertas para adentro de una sociedad que reaccionaba como podía ante circunstancias inéditas, centrado en la capital española, pero representativo del conjunto de la población del país. Un lustro después, el director recorre la ciudad con la cámara para fijar en el tiempo aquellos sitios y personas que están en riesgo de extinción: zapaterías, ferreterías, videoclubs, salones de baile, estudios de fotografía... oficios que poco a poco van siendo desplazados por franquicias y por nuevos modelos de explotación comercial.

El primer testimonio que abre el film es el de la conservadora de un museo natural, alguien con quien Cavestany puede identificarse en su labor de preservar ejemplares de seres que una vez estuvieron vivos y que hoy son clasificados para su estudio y contemplación. Madrid, Ext. hace lo mismo con las imágenes y los sonidos de una urbe que, como se dice en un determinado momento, "ahora se hace para los demás". Se trata, pues, de un documental en el sentido exacto del término, al que Cavestany dota de significado político (porque defiende una ética del trabajo bien hecho) y poético (porque defiende una estética que propone y no impone). Todo construido en base a lugares y quienes habitan en ellos, un catálogo de arquitectura de dimensiones humanas que destila amor por un Madrid cuya singularidad desaparece bajo la homogeneización del liberalismo económico.

Sin embargo, el director no se distrae con discursos ideologizantes y deja que las imágenes hablen por sí mismas, al igual que hacen los individuos representados... sí, son individuos porque casi siempre aparecen solos. La suma de voces y de rostros sugiere la comunidad, al menos en la mente del espectador, gracias al montaje afinado y muy creativo de Cristóbal Fernández, Raúl de Torres y el propio Cavestany. Un montaje en el que tiene gran importancia el sonido y, en especial, la música compuesta por Guille Galván, en clara referencia a las sinfonías urbanas que fructificaron a principios del siglo pasado. No es que la película pretenda emular a Ruttmann o a Vértov, ya que aquí las composiciones surgen durante el proceso de producción y no a posteriori, como hacían los pioneros del género. Es un diálogo en paralelo entre las notas y los planos fotografiados por Javier Bermejo, quien logra extraer los mejores resultados de las localizaciones elegidas. Del mismo modo que hay un leitmotiv musical (el chiflo del afilador), también lo hay visual (la señora absorta) para hilar la variedad de elementos que desfilan en la narración, dividida en segmentos correspondientes a la naturaleza, la piscina, los carteles... un mosaico que huye del cliché y la postal turística.

Al igual que hacía Agnès Varda en Daguerrotipos, Cavestany filma a los vecinos de su ciudad mediante planos fijos que aluden al retrato fotográfico, un inventario de instantes detenidos frente a la lente. El movimiento sucede dentro del encuadre, lo que denota la actitud observadora del director, con atención a los detalles y las cosas pequeñas que suelen permanecer en la sombra. La mirada que Juan Cavestany aplica sobre Madrid transforma lo corriente en extraordinario sin sentimentalismos nostálgicos, con bastante humor y, sobre todo, con mucho cine. Sin duda, Madrid, Ext. es un documento de incalculable valor para los curiosos del futuro y para los que asisten con vértigo a las incertidumbres del presente.

LEER MÁS

ROMERÍA. 2025, Carla Simón

Existe una narrativa de la experiencia que se ha ido desarrollando en los últimos años con perspectiva feminista, sobre todo en los ámbitos de la literatura, la fotografía y el cómic. También en el cine, con Carla Simón como una de sus referentes destacadas, al menos en España. Ya en su primer largometraje, Verano 1993, la cineasta rememoró sus vivencias de niña que acababa de perder a sus padres. Una desgracia que tiene continuidad ocho años después en Romería, cuyo relato se bifurca en dos tiempos diferentes: a principios de los 2000, cuando la protagonista de 18 años (alter ego de Simón) viaja a Vigo para conocer a la familia del padre fallecido, y en los 80, cuando en la ciudad gallega sucede la historia de amor de sus progenitores. Por lo tanto, no se trata solo de una película autobiográfica, es además la exploración de la memoria personal y común de una generación que se vio arrasada por el consumo de drogas y la expansión del sida.

La directora catalana logra domesticar toda la carga emocional que contiene el film y aplica la distancia que otorgan los personajes interpuestos. En Romería habla de sí misma y de sus padres con el filtro de la ficción, generando una atmósfera muy especial que mezcla la observación del entorno y de sus gentes, el drama clásico de una parentela con secretos y la poesía de los momentos que representan el pasado, con un tono más experimental y abierto. La conjunción de estos términos es el principal reto que plantea la película, una apuesta que Simón resuelve con el oficio de afrontar su tercer largometraje, sumado a la intuición y las ganas de ir adentrándose en espacios de mayor libertad. Es gratificante comprobar que los riesgos que asume Romería son por igual sus aciertos, hasta el punto de que hay una escena musical coreografiada que causa sorpresa por su aparición inesperada y por su fuerza expresiva, dado que consigue amplificar la tragedia íntima en colectiva a través del baile.

Simón sale bien parada de este y otros desafíos (el amor entre las algas, algunos diálogos de búsqueda de la verdad) gracias a la conciencia de estar pisando un terreno delicado, que ella filma con la cámara en una mano y el corazón en la otra. En el medio está el cerebro, lo cual permite que el conjunto no se salga nunca del carril de la mesura. Dicha contención afecta también a la puesta en escena, articulada en planos que dan prioridad a la mirada de Llúcia Garcia, actriz debutante capaz de imprimir naturalidad en cada fotograma. Su interpretación no parece tal y rebosa credibilidad y frescura, acompañada de un reparto en el que figuran nombres jóvenes como Mitch y veteranos como José Ángel Egido o Tristán Ulloa, entre otros.

La trama familiar de Romería se expande detrás de la lente y lleva a Simón a contar con su hermano, Ernest Pipó, para la composición de la banda sonora. Si bien esto no es una novedad dentro de la filmografía de la directora, sí lo es el empleo por primera vez de música extradiegética como puente entre el presente y el pasado, un puente fabricado con cuerdas de gran efectividad y belleza. La fotografía de Hélène Louvart diferencia estas dos dimensiones temporales con sutileza, mediante variaciones de textura y de color que materializan el sentido de la medida que domina el conjunto. Romería parece anticipar una nueva etapa en el cine de Carla Simón, tal vez más imaginativa y menos sujeta el realismo, y más dispuesta a indagar en los recursos de la imagen y el sonido. Habrá que verlo. Mientras tanto, hay que celebrar Romería como la evolución creativa de una autora que sigue agrandando su mirada para abarcar ese territorio extraño y fascinante que es el ser humano.

LEER MÁS

SALVE MARÍA. 2024, Mar Coll

En su tercer largometraje, Mar Coll continúa explorando los conflictos familiares y las crisis de identidad de perfiles femeninos en la etapa de la adultez temprana. En esta ocasión va un paso más allá y se adentra en el terreno del terror psicológico, con un argumento que entronca con la tragedia clásica de Medea. No se trata de una actualización del mito, puesto que la protagonista de Salve María no necesita la infidelidad de un hombre para canalizar su rabia y fantasear con el infanticidio, ahora el enemigo es el propio vástago que le ha robado su individualidad como mujer y como creadora... así, la cineasta catalana no solo mira a la Grecia del pasado, sino que también asume la tradición cristiana (de ahí el título) y las referencias literarias de Sylvia Plath o Simone de Beauvoir, entre otras autoras que le sirven para trazar el descenso a los infiernos de una escritora sobrepasada por su reciente condición de madre. Si bien María ya se siente anulada al comienzo de la película, el detonante de su perturbación es la noticia de un terrible suceso ocurrido en su misma ciudad, lo cual la lleva a obsesionarse con la idea de una vida sin su bebé.

Mar Coll y Valentina Viso adaptan la novela Las madres no, de Katixa Agirre, un reto muy exigente para cualquier guionista: es demasiado fácil caer en la truculencia y la desmesura. Salve María no supera ciertas líneas pero las bordea peligrosamente, entre otros motivos porque le cuesta centrar el foco de la narración. Por ejemplo, la relación de la protagonista con algunos personajes importantes (Ana, Alice) no termina de definirse y resulta ambigua, al contrario de lo que sucede con la pareja interpretada por Oriol Pla. Además, Coll se mueve con soltura en el naturalismo, pero no tanto en determinadas escenas simbólicas tal vez forzadas (el cuervo) o que se antojan pobres y faltas del carisma necesario (el ser que adopta el rostro del fresco medieval). Para reforzar las sensaciones que aíslan a María de la realidad, se emplea el recurso evidente de la música, dramática en exceso y con unos coros que poco tienen que ver con el tono general, apagado y frío.

Estas debilidades no restan valor a los aciertos que contiene el film: hay una atmósfera insana que atraviesa el conjunto y una extrañeza que Coll expresa mediante imágenes de tensión soterrada, con hallazgos de montaje (la confesión final) o de planos largos y ralentizados (la recogida del premio). Pero sobre todo, si algo permite que Salve María se restablezca de sus propias dificultades, es la interpretación siempre comprometida de Laura Weissmahr. La actriz afronta su primer papel principal con una dedicación kamikaze, capaz de humanizar lo inhumano y de hacer que el espectador encuentre algún asidero dentro de esta película arisca e incómoda, que apenas ofrece tregua. Solo por su vocación casi suicida de abordar un tema tabú, cabe prestar atención a semejante apuesta tan irregular como valiente.

LEER MÁS