TRENQUE LAUQUEN. 2022, Laura Citarell

Es difícil hablar de Trenque Lauquen en términos estrictamente cinematográficos. El cuarto largometraje de Laura Citarell está cerca de la exploración narrativa y de la obra procesual ya desde el mismo planteamiento: una idea que surge de una atmósfera y de un lugar determinado (que da título al film) vinculado con la experiencia vital de la directora, un desarrollo de guion que mezcla historias y tiempos, un rodaje abierto a las circunstancias y a las evoluciones de los personajes, un montaje que transforma el sentido final del conjunto... todo ello dentro de un modelo de producción que favorece el estado creativo, al más puro estilo del El Pampero Cine.

Trenque Lauquen comienza con dos hombres de caracteres opuestos que viajan juntos en coche siguiendo el rastro de una mujer desaparecida. Aunque no se comportan como rivales, ambos han tenido a la vez relaciones sentimentales con ella. Poco a poco, sus indagaciones se mezclan con los recuerdos y con el idilio vivido por otra mujer un siglo atrás, lo cual va conformando una estructura de mise en abyme (una secuencia de relatos similares que incorpora ciertas variaciones). Esta forma de contar los hechos establece un juego de espejos situados en el pasado y en el presente, que se interrumpe en un momento preciso para dar paso a la segunda parte del film. Porque Trenque Lauquen se divide en dos películas que se refractan e incluso se repelen debido al cambio brusco de género: de la investigación romántica de la primera parte se pasa al fantástico psicológico de la segunda, una transformación asociada a los puntos de vista. La mirada de los dos hombres es sustituida por la de la mujer, decisión que emancipa a la protagonista interpretada con destreza por Laura Paredes. También se modifican las influencias que maneja Citarell, de La aventura de Antonioni a Twin Peaks de Lynch y Perdición de Wilder, para terminar con una evocación a Sin techo ni ley de Varda. La película va perdiendo literalidad según transcurre hasta convertirse en un enigma que desemboca en la fusión de Laura con el entorno natural, el anhelo de desaparecer, de no estar más que para ella misma. Entre medias está la puerta a esa otra dimensión que representa la ciudad argentina de Trenque Lauquen, y el conocimiento de mujeres relevantes que existieron (Aleksandra Kolontái, Lady Godiva) y que son inventadas (Carmen Zuma) en un diálogo en femenino que recorre el tiempo.

La directora materializa estas ramificaciones dramáticas mediante una puesta en escena concisa, que emplea fórmulas clásicas para los momentos de conversación (con planos y contraplanos) y suaves movimientos de cámara para los planos secuencia como el que abre el film, aprovechando la profundidad de campo. Por lo general, Citarell utiliza focales largas que remarcan el aislamiento de los personajes respecto al escenario, salvo en el desenlace, cuando Laura se reconoce en el paisaje y el formato de pantalla se vuelve panorámico. Es un recurso estético y expresivo de los que no abundan en Trenque Lauquen, ya que el tono formal resulta comedido, en contraste con las corrientes turbulentas que atraviesan la ficción. Laura Citarell sabe que tiene material sensible entre manos y se cuida de darle una envoltura sobria y muy cuidada, que cuenta con la fotografía de Yarara Rodríguez por tercera vez en su filmografía. No es la única que repite con la directora. Los demás profesionales que integran el equipo demuestran la confianza y la implicación que otorgan los años de proyectos compartidos: Miguel de Zuviría y Alejo Moguillansky en el montaje, Gabriel Chwojnik en la música, Mariano Llinás en la producción o la propia Laura Paredes, que compagina las labores de guionista y actriz, bien acompañada en el reparto por Ezequiel Pierri, Rafael Spregelburd y Elisa Carricajo. Nombres que concuerdan en la hazaña de sacar adelante esta película fascinante, hermosa y compleja como es Trenque Lauquen.

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I SAW THE TV GLOW. 2024, Jane Schoenbrun

Es un reto para cualquier cineasta del presente abordar la transversalidad y la liquidez de los diversos sistemas de comunicación que nos atraviesan. Al menos, de hacerlo con cierto rigor y sentido humanista, lejos del fetichismo por las nuevas tecnologías, el multiverso y sus derivados. Jane Schoenbrun lleva entregada a esta tarea desde sus comienzos, hace cerca de una década, trabajando en la producción, el guion y la dirección de distintos formatos: series, videoclips, cortos... I saw the TV glow es su segundo largometraje, en el que reflexiona sobre otra constante en su obra, la identidad como un campo de batalla donde dirimir cuestiones existenciales y de género.

En esta ocasión, Schoenbrun cuenta con el respaldo del estudio A24, que le proporciona el presupuesto suficiente para desarrollar el argumento que quiere contar con libertad y un alcance mayor que en anteriores veces. I saw the TV glow sigue siendo una película pequeña, casi íntima, con un rabioso espíritu independiente capaz de conectar con las inquietudes y las neuras del público adolescente. La generación que se ha quemado los ojos viendo series en Disney Channel y leyendo en Whattpad se verá reconocida en los protagonistas del film, interpretados por Justice Smith y Brigette Lundy-Paine. Dos jóvenes alienados que tratan de escapar de un entorno que les oprime refugiándose en la ficción de un serial titulado The Pink Opaque, en el cual proyectan sus anhelos de trascender y de realizarse a sí mismos. Argumentos parecidos a este los ha habido siempre, con chicos que se adentran en universos literarios (La historia interminable), en programas de televisión (Pleasantville) o en videojuegos (Starfighter). La originalidad de I saw the TV glow reside en su forma, ya que Schoenbrun crea un universo de habitaciones cerradas, gestos traspuestos y colores vivos que brillan en la oscuridad de la noche gracias a la fotografía de Eric Yue. La paleta cromática define la atmósfera dominada por los tonos violeta y azulados, una decisión que sublima la estética y la envuelve en un aire misterioso y mágico, semejante al ensueño.

La película está dotada de un estilo tan marcado que las imágenes no se pueden disociar de la trama, algo que empuja a Schoenbrun a cometer algunas temeridades. Por ejemplo, la ruptura de la cuarta pared o las bruscas elipsis de tiempo... sin duda, el riesgo más notable se encuentra en el tercer acto, cuando el personaje ya maduro encarnado por Smith sufre una decadencia demasiado impostada, que el maquillaje y la interpretación agravan. Este tramo hace tambalearse el conjunto que, hasta entonces, ha resuelto sus dificultades con imaginación, destreza y un comedimiento que se rompe solo al final. I saw the TV glow logra sobreponerse a esta catarsis dramática y se erige como una rara avis enigmática y fascinante, una osadía que resuelve muy bien su limitación de recursos y que sabe profundizar en la psique de un sector de espectadores que la pueden convertir en film de culto.

A continuación, el vídeo de la canción principal compuesta e interpretada por Sloppy Jane. Una pieza de pop etéreo que reproduce fielmente los sonidos de los noventa en los que se ambienta I saw the TV glow. Que lo disfruten:

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UN LUGAR EN EL CINE. 2008, Alberto Morais

El director, guionista y productor Alberto Morais se estrena en el cine con un documental que reflexiona sobre el propio medio, a través de testimonios de autores como Theo Angelopoulos, Víctor Erice o Tonino Guerra. Un lugar en el cine establece un diálogo entre el pasado y el presente para entender la experiencia cinematográfica a partir del neorrealismo de Roma città aperta. El recuerdo de Roberto Rossellini da comienzo al film y traza un eje simbólico con Pier Paolo Pasolini, ambos configuran los escenarios de la creación, de la vida y la muerte: la via Raimondo Montecuccoli en la que Anna Magnani caía abatida por los disparos nazis, el pueblo segoviano de Hoyuelos donde se filmó El espíritu de la colmena, la playa de Ostia en la que mataron a Pasolini... son los lugares en el cine a los que alude el título, espacios que Morais retrata en súper 16 mm. con serenidad y bajo la luz fría del invierno.

La película da protagonismo a la palabra pero también a las imágenes, hay una concordancia de ideas y de símbolos que resulta muy estimulante. El discurso que mantiene Morais en torno a la posición comprometida con su tiempo de ciertos directores, así como el ámbito que ocupa el cine en el devenir del público, son expuestos mediante meditaciones lúcidas y una planificación que busca la armonía en los encuadres y en el montaje. Morais da a las composiciones de los planos un valor casi espiritual, semejante a los paisajes metafísicos de Giorgio de Chirico, dejando que la mirada se recree y complete lo que expresan los protagonistas. Cada uno desde un sitio que les identifica y con una puesta en escena aparentemente sencilla que es, en verdad, fruto de la depuración de elementos estéticos. Un lugar en el cine tiene la virtud de conversar con el espectador y de ofrecer por igual respuestas y preguntas, con momentos memorables (Ninetto Davoli recreando un pasaje de Uccellacci e uccellini, o la canción escrita por Pasolini que entona Nico Naldini). En suma, se trata de una obra a la vez compleja, misteriosa y sencilla, como el comportamiento de un niño. La fabulosa carta de presentación de un director que en adelante dará pasos siempre interesantes dentro de la ficción, y que aquí debuta con un film-ensayo dotado de singularidad y belleza.

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EASY RIDERS, RAGING BULLS. 2003, Kenneth Bowser

En 1998, el periodista cinematográfico Peter Biskind publica Moteros tranquilos, toros salvajes, libro que narra el surgimiento y desarrollo del denominado nuevo Hollywood. Es decir: la camada de directores y productores que en los años setenta se colaron en la industria aprovechando las grietas abiertas por el declive del sistema de estudios, y experimentaron un modelo de hacer cine que priorizaba la visión del autor y la elección de temas controvertidos. Dentro de esta corriente militaron figuras hoy reconocidas como Scorsese, Coppola, Friedkin, Spielberg, Lucas... muchos de ellos no quedaron satisfechos con el retrato que ofrecía Biskind. Acusaban al escritor de recrearse en anécdotas personales que no contrastaba demasiado y en explotar los aspectos sensacionalistas de la historia, algo que se podía intuir leyendo el subtítulo del libro: "Cómo la generación del sexo, drogas y rock'n roll salvó Hollywood".

Apenas un lustro después, el documentalista Kenneth Bowser produce, escribe y dirige para la cadena británica BBC una adaptación homónima del original de Biskind. Se trata de una síntesis de las quinientas páginas del texto de partida, que Bowser resume en menos de dos horas conservando las virtudes y los defectos de su referente. El resultado es un documental que se ve con interés gracias al ritmo que imprime el montaje y al abundante material de archivo (fotografías, escenas de películas, grabaciones caseras y de rodaje). Hay un hilo narrativo que conduce la voz del actor William H. Macy y el testimonio de ciertos protagonistas que vivieron aquella época: Peter Bogdanovich, Dennis Hopper, Paul Schrader, Richard Dreyfuss... Sin embargo, Bowser no consigue convocar a algunos de los nombres principales que siguen en activo (Scorsese, Coppola, Spielberg, Lucas) y recurre a entrevistas grabadas por otros medios para completar la polifonía del discurso. La disconformidad con Biskind que sentían los aludidos termina pesando sobre el conjunto, al que se le puede achacar cierta falta de rigor en las informaciones que presenta, no porque sean falsas sino porque en ocasiones aparecen incompletas o contaminadas por la opinión... lo cual no es malo, siempre y cuando se muestren todos los puntos de vista y exista la posibilidad de replicar los argumentos que se exponen. En lugar de eso, Easy Riders, Raging Bulls opta por buscar la lectura más impactante de los hechos y construir un relato en el que manda el exceso. Una decisión que hace que la película sea divertida y emocionante, pero cuya credibilidad queda en entredicho.

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IS THE MAN WHO IS TALL HAPPY? 2013, Michel Gondry

En 2010, el lingüista y filósofo Noam Chomsky cumple ochenta y dos años en plenitud de facultades y con la agenda lo suficientemente ocupada para sobrellevar el fallecimiento de su primera mujer. Una circunstancia que despierta en Michel Gondry la idea de hacer una película que contenga su legado, un compendio de sus pensamientos y recuerdos extraídos durante varias entrevistas que el cineasta mantiene con Chomsky. Lo curioso es que, en lugar del documental convencional que cabría esperar, Gondry opta por la animación artesana con dibujos hechos por él mismo, lo cual confiere a Is the man who is tall happy? un aspecto muy singular, de gran belleza estética.

El hilo narrativo fluye a través de la conversación y divide la estructura en segmentos referidos al desarrollo del lenguaje, la comunicación, la ciencia, la enseñanza... la complejidad de algunos de estos temas es amortiguada por el dispositivo formal que Gondry pone en escena mediante diseños y colores que retrotraen al imaginario infantil. Tal y como defiende Chomsky, se trata de simplificar el discurso para llegar a la esencia de los razonamientos que los dos exponen desde puntos diferentes, uno en el papel de entrevistador y otro de entrevistado, si bien ambos coinciden en la búsqueda de respuestas. Ciertos momentos interesantes se producen, precisamente, cuando surgen desentendidos y es necesario clarificar algún concepto... y es que el film proporciona un buen número de reflexiones que a veces son difíciles de seguir. Por fortuna, las imágenes acuden al rescate y llenan la pantalla de estímulos visuales que logran aligerar el peso de las disertaciones, convirtiendo la película en un gozo para los ojos y para el intelecto.

Este diálogo entre lo que se representa y cómo se representa hace que Is the man who is tall happy? sea un feliz experimento capaz de hacer accesible la sabiduría de Noam Chomsky, por medio del cine de animación y de una cuidada selección de composiciones musicales de Howard Skempton. En definitiva, una nueva demostración de ingenio por parte de un autor casi siempre ingenioso como es Michel Gondry.

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THE BIKERIDERS. 2023, Jeff Nichols

Jeff Nichols es un cineasta que trata las grandes cuestiones humanas a través de historias familiares, enmarcadas en una Norteamérica lejos de la abundancia y la prosperidad. Son pequeñas tragedias clásicas que arrojan una visión crítica de los Estados Unidos en el pasado y en el presente, con un estilo que renuncia a los golpes de efecto y que deposita el peso dramático en los personajes. Estas señas de identidad se mantienen en The Bikeriders, segunda película de época del director tras Loving y la primera que realiza tomando como base un material ajeno.

La particularidad es que el libro que adapta Nichols no es una novela de ficción sino una obra fotoperiodística que Danny Lyon publicó en 1967 dentro de la corriente denominada nuevo documentalismo, consistente en la inmersión del artista en un ámbito particular para transmitir su implicación y compromiso con el tema. En este caso es el mundo de los bikeriders a los que alude el título, los motoristas de chopper que se agrupaban en bandas en la segunda mitad del siglo XX practicando códigos de conducta que les distinguían de los demás grupos sociales. Un ecosistema que el director aprovecha para hacer una representación de los modelos de masculinidad tradicional, con integrantes reconocibles: el jefe de la tribu (interpretado por Tom Hardy), el candidato llamado a sucederle (Austin Butler), la abnegada pareja (Jodie Comer) y una fauna variopinta de hombres que buscan su lugar en carreteras y bares de suburbio.

Cada uno de los personajes recorre un arco evolutivo que no concluye en un clímax concreto, como cabría esperar en cualquier relato convencional. Nichols conserva la estructura del libro matriz y reproduce las entrevistas que Lyon (encarnado por Mike Faist) realizó en especial a la única mujer relevante en la trama, el vértice femenino del triángulo que completan los dos protagonistas varones, haciendo que su punto de vista sea el que predomine en el conjunto. Es, por lo tanto, una mirada distante que observa a su alrededor con una mezcla de curiosidad, resignación y miedo. Al final se revela que solo ella es capaz de sacar sus proyectos adelante, con un primer plano digno de una película de terror, en el que se magnifica mediante un simple gesto el triunfo de haber domesticado la naturaleza salvaje de su compañero.

Estos y otros detalles ejemplifican la solvencia de Nichols a la hora de planificar las escenas y de vertebrar el montaje. En The Bikeriders no hay alardes ni una voluntad clara por dejar un sello de autor, tal y como sucede en sus anteriores films. Sí hay, en cambio, cierto afán porque las acciones resulten precisas y una narrativa que evita la profusión de imágenes que caracteriza buena parte del cine comercial, lo cual le ha valido a Nichols el apelativo de clásico. La composición de los encuadres y los movimientos de cámara siempre cuentan algo, evitando la gratuidad y buscando en ocasiones la intención expresiva (como en la conversación nocturna entre Benny y Johnny, lo más parecido a una escena de amor en todo el metraje). Algunas de las instantáneas de Lyon son recreadas en momentos precisos, aunque en vez del blanco y negro original, la fotografía de Adam Stone emplea colores y luces que retrotraen al tiempo en el que transcurre la historia y matizan la gramática visual que despliega Nichols con elegancia y detalle.

En suma, The Bikeriders viene a completar el paisaje profundo de los Estados Unidos que Jeff Nichols lleva trabajando desde hace casi dos décadas, con una perspectiva poco complaciente y personajes llenos de aristas. Aquí están muy bien interpretados por tres actores que remiten a nombres pretéritos (Marlon Brando, James Dean) entre otros en los que no falta Michael Shannon, talismán del director. Puede que esta sea la película más redonda de todas en las que han colaborado juntos, lo que tiene valor después de títulos tan notables como Take shelter o Mud.

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