ROMERÍA. 2025, Carla Simón

Existe una narrativa de la experiencia que se ha ido desarrollando en los últimos años con perspectiva feminista, sobre todo en los ámbitos de la literatura, la fotografía y el cómic. También en el cine, con Carla Simón como una de sus referentes destacadas, al menos en España. Ya en su primer largometraje, Verano 1993, la cineasta rememoró sus vivencias de niña que acababa de perder a sus padres. Una desgracia que tiene continuidad ocho años después en Romería, cuyo relato se bifurca en dos tiempos diferentes: a principios de los 2000, cuando la protagonista de 18 años (alter ego de Simón) viaja a Vigo para conocer a la familia del padre fallecido, y en los 80, cuando en la ciudad gallega sucede la historia de amor de sus progenitores. Por lo tanto, no se trata solo de una película autobiográfica, es además la exploración de la memoria personal y común de una generación que se vio arrasada por el consumo de drogas y la expansión del sida.

La directora catalana logra domesticar toda la carga emocional que contiene el film y aplica la distancia que otorgan los personajes interpuestos. En Romería habla de sí misma y de sus padres con el filtro de la ficción, generando una atmósfera muy especial que mezcla la observación del entorno y de sus gentes, el drama clásico de una parentela con secretos y la poesía de los momentos que representan el pasado, con un tono más experimental y abierto. La conjunción de estos términos es el principal reto que plantea la película, una apuesta que Simón resuelve con el oficio de afrontar su tercer largometraje, sumado a la intuición y las ganas de ir adentrándose en espacios de mayor libertad. Es gratificante comprobar que los riesgos que asume Romería son por igual sus aciertos, hasta el punto de que hay una escena musical coreografiada que causa sorpresa por su aparición inesperada y por su fuerza expresiva, dado que consigue amplificar la tragedia íntima en colectiva a través del baile.

Simón sale bien parada de este y otros desafíos (el amor entre las algas, algunos diálogos de búsqueda de la verdad) gracias a la conciencia de estar pisando un terreno delicado, que ella filma con la cámara en una mano y el corazón en la otra. En el medio está el cerebro, lo cual permite que el conjunto no se salga nunca del carril de la mesura. Dicha contención afecta también a la puesta en escena, articulada en planos que dan prioridad a la mirada de Llúcia Garcia, actriz debutante capaz de imprimir naturalidad en cada fotograma. Su interpretación no parece tal y rebosa credibilidad y frescura, acompañada de un reparto en el que figuran nombres jóvenes como Mitch y veteranos como José Ángel Egido o Tristán Ulloa, entre otros.

La trama familiar de Romería se expande detrás de la lente y lleva a Simón a contar con su hermano, Ernest Pipó, para la composición de la banda sonora. Si bien esto no es una novedad dentro de la filmografía de la directora, sí lo es el empleo por primera vez de música extradiegética como puente entre el presente y el pasado, un puente fabricado con cuerdas de gran efectividad y belleza. La fotografía de Hélène Louvart diferencia estas dos dimensiones temporales con sutileza, mediante variaciones de textura y de color que materializan el sentido de la medida que domina el conjunto. Romería parece anticipar una nueva etapa en el cine de Carla Simón, tal vez más imaginativa y menos sujeta el realismo, y más dispuesta a indagar en los recursos de la imagen y el sonido. Habrá que verlo. Mientras tanto, hay que celebrar Romería como la evolución creativa de una autora que sigue agrandando su mirada para abarcar ese territorio extraño y fascinante que es el ser humano.