Lo primero que llama la atención de Daniela Forever es el tratamiento visual de las dos dimensiones del relato. La parte de la vigilia adopta una estética hiperrealista que replica la calidad amateur de las videocámaras ligeras, tanto en la imagen como en el sonido. La parte de los sueños, en cambio, se representa mediante planos muy elaborados que Jon D. Domínguez fotografía con colores saturados y luces muy expresivas, marcando una diferencia evidente que se materializa también en la alternancia de tamaños en 4:3 y 16:9, y en el empleo de ópticas multifocales y anamórficas, según el momento de la historia.
El guion escrito por Vigalondo salta de espacios y de tiempos de forma abrupta, acorde a las derivas del cine posmoderno que juegan con el multiverso y la repetición de acciones alternativas (Origen, Todo a la vez en todas partes o los recientes films animados de Spider-Man), solo que aquí se hace hincapié en los sentimientos. Además, los efectos especiales cumplen una función narrativa precisa que se aleja de la pirotecnia habitual, con un sentido de la atmósfera teñido de misterio y cierta melancolía que el humor alivia de vez en cuando. De este modo, es más fácil acordarse de títulos de mayor naturaleza autoral como Ruby Sparks y, sobre todo, ¡Olvídate de mí!, referente inevitable de Daniela Forever. Sin ánimo de comparar películas (todas empequeñecen al lado de la de Gondry), lo cierto es que el reto compartido de la reiteración puede convertirse en un problema si no se maneja bien. En Daniela Forever está a punto de suceder, en especial en el tercer acto, cuando los rizos argumentales giran sobre sí mismos y las repeticiones bordean la monotonía... por fortuna, Vigalondo mantiene el pulso y logra llegar al final habiendo atado los cabos sueltos, aunque en ocasiones asoma la sensación de estar asistiendo a ocurrencias ya conocidas.
En conjunto, Daniela Forever es una anomalía dentro del cine español, si acaso equiparable a Abre los ojos de Amenábar o a Los cronocrímenes del propio Vigalondo, que se disfruta gracias a su capacidad de riesgo y al aire de extrañeza que emanan las imágenes, en parte influido por la música de Hidrogenesse. Se trata de una película divertida y emotiva a partes iguales, sin duda la más romántica de Nacho Vigalondo hasta la fecha.