LOS PEQUEÑOS AMORES. 2024, Celia Rico

Un lustro después de debutar en el largometraje con Viaje al cuarto de una madre, Celia Rico vuelve a explorar las relaciones maternofiliales en el ámbito doméstico y a medir las distancias generacionales que acercan y separan a mujeres de una misma familia. Los pequeños amores aumenta respecto a su antecesora el rango de edad de las protagonistas, dando pie a introducir temas como la dependencia o los hábitos de consumo digital.

La película comienza cuando una viuda que vive en el campo sufre un accidente y la hija abandona la ciudad para hacerse cargo de ella. Todo sucede mientras la casa que comparten durante unos días está siendo pintada, lo cual pone la analogía bastante fácil: hay una remodelación del vínculo que les une y un propósito de blanquear las zonas que se han oscurecido con los años, primero por fuera (la fachada) y luego por dentro (los espacios íntimos). La unidad de escenarios y de personajes se suma al gusto por lo pequeño en la observación de detalles, miradas, gestos... para dar como resultado un film minimalista que, sin embargo, expresa ideas grandes. Ya desde la escritura del guion, Rico explora la madurez y el paso del tiempo mediante diálogos costumbristas y situaciones reconocibles que transmiten verdad, pero para que el verbo se haga carne hacen falta actrices capaces de asumir el reto. María Vázquez y Adriana Ozores hacen suyos los papeles de la hija y la madre que se quieren a pesar de sus diferencias. Ellas insuflan vida a las dos mujeres sin caer en el cliché, con una gran economía de registros y dando valor a los matices, mediante recursos físicos y de voz. Sus actuaciones marcan el tono del conjunto, influyen y se dejan influir por el trabajo de puesta en escena que la directora desarrolla con una sencillez fruto de la depuración de los elementos que integran la imagen.

Los pequeños amores está contada con un lenguaje claro y directo, que evita las florituras y adapta la forma al pálpito de las actrices. No hay complicados movimientos de cámara ni ángulos inesperados, todo sucede a la altura de los ojos de los personajes y con un naturalismo que remarca la fotografía de Santiago Racaj. Aun así, de vez en cuando surgen instantes de carácter simbólico como los referidos al diente encontrado en el yacimiento o la proyección nocturna en la plaza del pueblo, este último de gran belleza visual.

Rico sabe mantener el equilibrio entre el dibujo de personajes, la descripción de acciones y el retrato interior, alternando el drama y la comedia con una fluidez que se desliza por la pantalla. Los momentos de humor vienen derivados del contrapunto más joven y masculino representado por el actor Aimar Vega, quien imprime frescura a sus compañeras con una interpretación más orgánica y expansiva. Es el tercer vértice de un triángulo que rebosa humanidad bajo la mirada atenta de Celia Rico, cineasta que logra convertir en virtud lo cotidiano y que perfila, con pocos trazos, las ilusiones y decepciones asociadas a la edad de cualquier persona que se pueda sentir concernida.