La protagonista vuelve a ser una joven solitaria que proviene de una familia con dificultades. El drama de su vida es haber sido separada de su hermano mellizo, tan inadaptado como ella y con el que conservará la esperanza de reunirse algún día. La metáfora del caracol viene dada por su tendencia a encerrarse en sí misma, dentro de un imaginario caparazón que la protege de la realidad hostil. Tras un primer acto en el que se describen los días de convivencia en el hogar, Memorias de un caracol regresa de nuevo a la estructura dividida en dos relatos que avanzan en paralelo y en escenarios distintos, guiados por una voz en off.
La película contiene multitud de objetos que juegan un papel en la trama y detalles que hacen avanzar la acción, además de personajes extravagantes y una multiplicidad de tiempos y de espacios que obligan a fijar los ojos en la pantalla... lo cual no impide que todo transcurra con una fluidez pasmosa. Elliot desarrolla sus capacidades como narrador apelando a la coherencia interna del relato, aun cuando parece caer en el absurdo o en la exageración, cada idea va encaminada a provocar un sentimiento. Y es que Memorias de un caracol está hecha con el corazón, más allá de las astracanadas y del humor negro. Adam Elliot es un animador excelente que ha ido creciendo con el tiempo y que en esta ocasión se ve favorecido por un presupuesto mayor, que repercute en el acabado estético y en los efectos todavía artesanos que luce orgullosamente el film. Es por igual un autor imaginativo y un cómico singular, pero en especial, es un poeta que utiliza la imagen como recurso expresivo y que alcanza en Memorias de un caracol sus cotas más altas. En suma, un milagro cinematográfico que se materializa en figuritas hechas de materiales flexibles, decorados a escala, técnica, experiencia y, sobre todo, muchísimo talento.