Corbet escribe junto a su pareja, la cineasta noruega Mona Fastvold, una adaptación de lo que en literatura se conoce como gran novela americana, que es esa narración que despliega los vicios y las virtudes del ideal estadounidense a lo largo de los años en el ámbito de la familia, la empresa o una comunidad determinada. El protagonista de The Brutalist es un arquitecto húngaro formado en la Bauhaus que cruza el Atlántico huyendo del horror nazi, dejando atrás su matrimonio y su profesión. Poco a poco irá recuperando las dos cosas, según va ascendiendo de nuevo en la escala social tras conocer a un magnate con el que establecerá una complicada relación de jerarquías, dependencias y deseos ocultos. Corbet pone en práctica el manual del buen storyteller en este relato prolijo pero muy fluido, que se extiende durante tres horas y media, al estilo del viejo Hollywood de películas como Gigante, América, América o de recreaciones posteriores como Pozos de ambición. The Brutalist juega en esa misma liga, con la salvedad de que Brady Corbet no posee la sabiduría de George Stevens ni el ingenio de Paul Thomas Anderson, aunque se esmera en emular a sus referentes.
Por ejemplo, en el deslumbrante arranque del film. Un primer plano de la actriz Raffey Cassidy que expresa el drama de la guerra y que retrocede hasta desembocar en otra oscuridad, la que vive el protagonista encarnado por Adrien Brody. A continuación hay un largo plano que sigue sus pasos desde lo profundo de la bodega de un barco hasta la cubierta donde se divisa la Estatua de la Libertad, a orillas de Nueva York. El encuadre muestra una imagen invertida del monumento, anticipando que la mirada sobre los acontecimientos no va a ser amable ni el punto de vista va a ceñirse a lo convencional. En realidad, en adelante Corbet no practicará ninguna transgresión sino que llevará a cabo una puesta en escena dinámica, eficaz y bella en muchas ocasiones, tanto en la planificación (con gran riqueza de ángulos y movimientos de cámara, bien armonizados a la fotografía de Lol Crawley) como en el montaje de Dávid Jancsó (con el empleo de recursos visuales como fundidos encadenados y alteraciones de velocidad). Todo ello filmado en soporte fotoquímico y en VistaVisión, un formato en desuso desde hace seis décadas con el que Corbet apela a un pasado de películas perfectas. The Brutalist no lo es, a pesar de sus esfuerzos por parecerlo.
Y eso que sus méritos son manifiestos: la dirección sólida, la elocuencia expositiva, la música de Daniel Blumberg, el diseño sonoro, las interpretaciones de los actores (entre los que también se encuentran Felicity Jones y Guy Pearce, ambos estupendos)... Corbet organiza cada pieza del engranaje con solvencia y precisión, sin embargo, la maquinaria en su conjunto adolece de ese factor misterioso que unos llaman magia y otros inspiración, pero que en resumidas cuentas es un componente más humano que técnico. Y es que aparte de algunos defectos (el personaje desdibujado de Cassidy, el epílogo como un añadido ortopédico para redimir al protagonista), hay algo funcional en el transcurso de The Brutalist que hace echar en falta mayor capacidad de riesgo. Aun así, el resultado se contempla con interés y con la certeza de asistir a un film que aspira a ser una obra maestra, y se queda en el ejercicio aplicado y brillante de un director con prisas por pasar a la historia.