Ambos actores sostienen la película con sus interpretaciones, muy físicas, cada uno acorde a las exigencias de sus personajes. Kingsley es un volcán a punto de erupcionar en cualquier momento, al estilo de los papeles que caracterizaron en el pasado a James Cagney, mientras que Winstone trabaja más desde la contención y la escucha. Hay que tener en cuenta que el tono que aplica Glazer al conjunto huye del realismo y está siempre al borde del exceso (basta ver la escena inicial de la roca o la del robo subacuático) con un manejo de la tensión digna de un autor veterano. Algo que se materializa en la retórica visual de Sexy Beast y que Glazer no volverá a practicar en sus siguientes films, cuyas imágenes irán ganando esencialidad y abstracción con el tiempo.
En esta primera etapa, el director despliega una planificación enérgica que imprime carácter a los encuadres de cámara, cerrados en los rostros y en las reacciones de los protagonistas. Hay ímpetu por transmitir las emociones que estos experimentan, ya sea incomodidad, temor o fricción, en todas las circunstancias demuestran la habilidad de Glazer para cargar de expresividad el plano. También mediante el montaje, capaz de trenzar situaciones en paralelo con gran destreza.
En suma, Sexy Beast supone un debut a la altura de lo esperado y el preámbulo de lo que vendrá después, una de las trayectorias más singulares del reciente cine europeo. Jonathan Glazer exhibe aquí sus dotes para la puesta en escena, la dirección de actores y para desarrollar narrativas fuera de lo común, partiendo de materiales ajenos y dándoles una mirada propia, no exenta de riesgo.