LA ISLA DE BERGMAN. "Bergman Island" 2021, Mia Hansen-Løve

El cine y la vida de Mia Hansen-Løve han estado siempre imbricados. Por eso, una película como La isla de Bergman cobra sentido atendiendo a la trayectoria de la directora, que después de una relación de casi dos décadas con el también director Olivier Assayas, decide exorcizar en la pantalla los demonios de la ruptura y las dificultades de convivir en pareja cuando se comparten procesos vitales y profesionales. Hansen-Løve encuentra refugio contra ese desgarro en el propio cine y en la figura de un autor en particular, Ingmar Bergman, quien trabajó estos temas en más ocasiones y con mayor intensidad que ningún otro.

La isla de Bergman explora cuestiones de calado humano (la emancipación personal, la infidelidad, la creación artística) de manera sencilla, como si se tratara de un cuento. Es una celebración del ejercicio narrativo que se bifurca en dos líneas paralelas, dos historias que nacen una de la otra y que se retroalimentan. La primera tiene como protagonistas a dos cineastas que acuden a trabajar a la isla de Fårö, hogar y escenario de Bergman durante sus últimos cuarenta años, en el mar Báltico. Para fastidio de algunos vecinos, la isla se ha convertido en un gran mausoleo erigido en memoria del maestro sueco, con visitas de turistas, actividades, centros de referencia... allí desembarcan los personajes interpretados por Vicky Krieps y Tim Roth, una pareja que no pasa por su mejor etapa. Ambos se vinculan con el entorno de diferente modo y pocas veces coinciden: ella busca el contacto con la naturaleza (el mar, las dunas) y apartarse de los actos programados (una excursión, un coloquio), mientras que él cumple disciplinadamente con los compromisos de la profesión. En un determinado momento, ella le cuenta la trama que está desarrollando para un futuro proyecto y ahí comienza la segunda película, acerca de una joven con el rostro de Mia Wasikowska que viaja hasta Fårö para asistir a la boda de una amiga de la infancia. El reencuentro con un amor del pasado le hará replantearse sus sentimientos en medio de una situación que ficciona e idealiza lo que le sucede al dúo de cineastas, son dos caras del mismo espejo que se intercalan con inteligencia y sensibilidad.

Lejos de acudir a ningún exceso dramático, Hansen-Løve aplica mesura en el tono y en la puesta en escena. La isla de Bergman no exhibe movimientos de cámara complicados ni recursos que aparten la atención de lo que ella considera importante, que es el relato. Al igual que en sus últimos films, Denis Lenoir se vuelve a hacer cargo de la fotografía y capta sin artificios la luz nórdica y los paisajes que envuelven a los personajes, estableciendo una correlación entre las figuras y el espacio. La articulación visual de los planos da prioridad a las miradas y las conversaciones, todo transcurre a ras de tierra y tiene por objeto permitir que la acción avance con el ritmo adecuado, lo cual no es poco. Puede que, en apariencia, el séptimo largometraje de Mia Hansen-Løve funcione como una fábula sobria y esencial, pero lo cierto es que detrás de su estética austera y de la buena labor de los actores, hay una reflexión muy interesante en torno a la realidad y la invención, además de un ensayo sobre los desencuentros afectivos y un homenaje sincero a uno de los artistas más relevantes del siglo XX, Ingmar Bergman.