Madrid 1987. 2011, David Trueba

El riesgo de películas como "Madrid 1987" es el de reducirse a la condición de teatro filmado. Con dos personajes y un decorado que abarca la mayor parte del metraje, la acción queda concentrada inevitablemente en los diálogos. Es cine de palabra, cine para escuchar y para leer entre líneas, cine que se verbaliza por obra y gracia de un actor superdotado. 
José Sacristán ofrece un recital interpretativo. De alguna manera, "Madrid 1987" es el justo homenaje a su gesto y a su voz, al talento de un artista que se recrea con el texto haciendo suyo el personaje del periodista de raza. A su lado se encuentra María Valverde, una actriz de bello rostro cuyos recursos palidecen ante el gigantismo devorador de Sacristán. Cualquiera podría reconocer lo desigual de este duelo, y el primero en darse cuenta parece ser el propio guionista y director, David Trueba. Por eso "Madrid 1987" está basada más que en los diálogos, en el soliloquio. El verbo constante y fluido de Sacristán inunda la pantalla, lo que convierte a Valverde en  la excusa para que el veterano periodista se exprese y revele su mundo interior. Ella apenas puede superar su condición de objeto de deseo, con posibilidad para pocas réplicas y una funcionalidad evidente: es el contrapunto necesario para que el guión no termine siendo un monólogo. Se echa en falta algo más de interacción entre los dos personajes, de equilibrio. 
Con el paso de los años, la carrera como escritor de David Trueba ha ido creciendo en detrimento de su obra cinematográfica. "Madrid 1987" es la película de un literato más que la de un cineasta. Y aunque está bien filmada y tiene ritmo, lo que perdura en la memoria del espectador son las palabras inteligentes y lúcidas del texto, y el inmenso actor que las hace creíbles. Pero "Madrid 1987" es algo más: es el retrato de dos generaciones obligadas a convivir, de sus encuentros y desencuentros. Es la fotografía fija de un momento y de un lugar tan extraño como es España. Por eso merece ser tenida en cuenta.