Tras haber
sido bendecido por la crítica con sus dos primeros largometrajes ("Hunger" y "Shame") el cineasta Steve McQueen entra por la
puerta grande de Hollywood asumiendo el reto de llevar a la pantalla las
memorias del cautiverio de Solomon Northup. A mediados del siglo XIX, este
músico y padre de familia vio alterada su condición de hombre libre por la de
esclavo, víctima de unos comerciantes sin escrúpulos. Su crimen fue haber
nacido negro, y su virtud la de haber dejado constancia de la docena de años
que pasó en aquel infierno. Se avisa en uno de los rótulos del film: Northup
fue uno entre muchos, pero pocos sobrevivieron para contarlo. "Doce años de esclavitud" resulta por ello aleccionadora, y aspira a moldear
los cánones con los que el cine se ha aproximado a estos acontecimientos
históricos. Conviene, sin embargo, tomar algunas cautelas antes de que los
juicios de valor se confundan con los cinematográficos.
Comencemos por
lo obvio: todos estamos en contra del racismo, y la esclavitud fue un crimen
vergonzoso contra la humanidad del que se lucraron diferentes naciones,
incluida la nuestra. La denuncia, por lo tanto, está implícita desde la propia
elección del argumento. Ahora bien: ¿Son lícitas todas las formas de denuncia?
¿Dónde termina la muestra de dolor y dónde comienza su exhibición? Porque
McQueen bordea peligrosamente esa línea en diferentes momentos de la película.
"Doce
años de esclavitud" es dura, muy dura. Es una película dolorosa, casi
hiriente. Las magníficas interpretaciones de Chiwetel Ejiofor, Michael
Fassbender y de todos los secundarios humanizan el horror que vemos en la
pantalla, le ponen cara. Los hermosos paisajes del Sur de los Estados Unidos
contrastan con la brutalidad de sus vecinos más respetables. Se percibe la voluntad
del director por aliviar la tragedia con dosis de intimidad y de misterio, algo
a lo que contribuye la música envolvente de Hans Zimmer. La planificación de
McQueen alterna los planos largos que muestran acciones en tiempo real, y los
juegos con el montaje, mediante elipsis que cubren un amplio espacio de tiempo
para dinamizar la trama. En suma, todos los elementos aparecen conjugados para
provocar una emoción sin fisuras. Pero hay también un empeño del director por
conmover al espectador a cualquier precio, con cada latigazo y cada gota de
sangre, con cada mirada de odio, lo que está a punto de volverse en contra de
la película y aminorar su fuerte carga dramática.
Un ejemplo: en
una de las escenas más intensas del filme, el protagonista se ve obligado a
azotar a una de sus compañeras en la plantación. El elaborado plano secuencia
con el que se narra este hecho se desplaza desvelando las acciones y las
reacciones de los personajes, juega con los diferentes términos de la imagen y
hace partícipe al espectador de lo que está pasando, le convierte en testigo
impotente del espanto. Bravo por McQueen. La escena siguiente se abre con un
primer plano de la espalda desgarrada por los latigazos, mientras unas mujeres
tratan a duras penas de limpiar las heridas sangrantes. La primera escena es un
ejercicio virtuoso de cine, cargado de drama y de tensión. La segunda es
reiterativa, detiene el relato y chapotea en un sadismo que raya en lo morboso.
En
definitiva, si lo que pretende "Doce años de esclavitud" es arrojar
luz sobre un periodo oscuro de la historia, es evidente que sus responsables lo
han conseguido con éxito. Pero si de lo que se trata es de revolver las tripas
del público acomodado y de azuzar sus conciencias, tal vez un poco más de
sutileza ayudaría a que el recuerdo de esta película notable no se quede
en el mero cóctel de lágrimas y hemoglobina. El talento de Steve McQueen como director, demostrado en este y en sus anteriores trabajos, se lo merece.