El cuento de la princesa Kaguya. "Kaguya-hime no Monogatari" 2013, Isao Takahata

El prestigioso estudio Ghibli está viviendo el final de un ciclo que dura ya tres décadas. La avanzada edad de sus fundadores Hayao Miyazaki e Isao Takahata, y el cambio del modelo empresarial obligan a la compañía a afrontar nuevos tiempos. Es por eso que El cuento de la princesa Kaguya tiene algo de concluyente, de canto de cisne de un autor fundamental dentro de la animación nipona. Yakahata escribe y dirige su octava película con la conciencia de un octogenario al que le quedan pocas cosas por contar. Ahí reside el milagro de esta gran película.
A simple vista, lo primero que llama la atención es la forma. Realizada bajo la técnica de animación tradicional, los dibujos de El cuento de la princesa Kaguya evidencian el trazo del lápiz y la mano de los artistas que dan vida a las imágenes. Es como si la propia película expusiese su andamiaje ante los ojos del espectador, desnudando un arte que emparenta el cine animado con el grabado japonés. Esta solución estética ya fue probada con anterioridad por Takahata en Mis vecinos los Yamada, entonces buscando recrear las historietas originales, y ahora para remarcar el espíritu legendario de El cuento de la princesa Kaguya.
No en vano, el argumento está inspirado en un antiguo relato popular, El cortador de bambú. Una historia llena de fantasía y emoción que sirve a Takahata para despertar los sentidos del público. No es una frase hecha. Cualquiera con un mínimo de sensibilidad puede percibir el sabor de la fruta degustada a escondidas como hacen los protagonistas, o dejarse mecer por los sonidos del koto (cortesía del gran Joe Hisaishi), o notar sobre la piel la máscara de maquillaje que exige la nobleza... y todo ello, narrado con los mínimos recursos expresivos. El cuento de la princesa Kaguya es una película de madurez que irradia, sin embargo, vitalidad e inspiración, dos cualidades asociadas por lo común a la juventud y que Takahata domina con maestría.
En suma, se trata de un film que bebe del acervo pero que no se parece a ningún otro. Complejo en su sencillez y rico en su discurso, El cuento de la princesa Kaguya eleva la animación a la categoría de arte y supone el broche de oro en la carrera de Isao Takahata. Un director que ya había tocado el cielo años atrás con La tumba de las luciérnagas o Pompoko, y que esboza aquí el anuncio de una despedida no por menos esperada igual de dolorosa. Ojalá que el relevo generacional sepa perpetuar los méritos de Ghibli y mantener viva la llama de cineastas como Miyazaki o Takahata.