A primera vista, Whiplash no parece del todo original. La versión sádica del mito de Pigmalión ya se ha visto antes en Oficial y caballero, El sargento de hierro o La chaqueta metálica, películas ambientadas en el ejército. Aquí no hay asomo de uniformes, pero de nuevo nos encontramos con un personaje embestido de poder que alecciona con crueldad a los pupilos a su cargo. Chazelle traslada este argumento al entorno de una prestigiosa escuela de música en la que el sufrido protagonista lucha por alcanzar la excelencia dentro de una orquesta de jazz. Filmada bajo las pautas del drama, Whiplash contiene además elementos que la emparentan con el thriller. Tal es la tensión que consigue plasmar Chazelle en la película, gracias a un guión que no se distrae con juegos florales, una dirección dinámica y la entregada interpretación de los actores.
Miles Teller y J.K. Simmons están soberbios en los papeles de alumno y maestro, a su vez víctima y verdugo. Sus interpretaciones participan del tono excesivo que mantiene la película en todo momento, aún a riesgo de perder la credibilidad. Y cuando amenaza ese peligro, Chazelle sale al rescate con una secuencia de montaje repleta de planos de detalle o insertos. Esta retórica refuerza la tensión que transmite Whiplash y proporciona un enorme estímulo al público.
Más allá de los diálogos, que Chazelle escribe con la intención de que los actores puedan medirse, brillan las secuencias musicales, con una planificación que es puro nervio. Chazelle demuestra ser un melómano, y lo hace a través de la cámara. Por eso Whiplash depara momentos de placer a los aficionados a la música, pero también a los amantes de las sensaciones fuertes. En definitiva, se trata de una película que sobrevive a sus propios riesgos y que ofrece cien minutos de emoción directa.