The City of the Dead trata el tema de la brujería en un remoto pueblo de Nueva Inglaterra, donde una mujer condenada a la hoguera lanzó una maldición en el siglo XVII que perdura hasta el presente. Allí acude una joven estudiante en busca de información para su tesis de Historia, una visita en la que se irá encontrando con los inquietantes vecinos de la localidad, conocedores de un secreto que perpetúa una macabra tradición del pasado. La originalidad del argumento consiste en que está dividido en dos partes bien diferenciadas por una elipsis que juega con la continuidad visual de un elemento (el cuchillo) en dos acciones contrapuestas. No es el único hallazgo que contiene la película, ya que Llewellyn Moxey emplea transiciones muy ingeniosas entre una secuencia y otra que dotan al conjunto de gran dinamismo.
Pero sobre todo, The City of the Dead brilla a la hora de convertir sus carencias en virtudes. Por ejemplo, el decorado del hotel donde se aloja la protagonista adquiere dramatismo mediante el efecto luminoso de una lumbre que crepita en medio de la oscuridad, o el empleo que Llewellyn Moxey y su director de fotografía, Desmond Dickinson, hacen de las sombras y de la niebla en buena parte del metraje. Son recursos estéticos que disimulan con acierto la precariedad de la producción y que refuerzan la atmósfera del film, le otorgan identidad y fuerza expresiva (atención al potente desenlace en el cementerio, con la cruz-lanzallamas abrasando a los infieles). En suma, The City of the Dead es una de esas agradables sorpresas que se obtienen en los márgenes de la industria y que vuelven verdad el dicho de que, en determinadas cinematografías, menos es más.