En realidad, apenas se pueden encontrar otros alicientes que entretenimiento y diversión en el quinto largometraje de John McNaughton, cineasta que nunca logró satisfacer las expectativas creadas con su primer film, Henry: Retrato de un asesino. Tras el revuelo causado dentro del circuito independiente con su opera prima y una posterior incursión en Hollywood con la discreta pero estimable La chica del gángster, el director se volcó en proyectos televisivos que compaginaba con películas incapaces de definir una evolución en su trayectoria. McNaughton enseguida fue asimilado por la industria, la cual le asignaba presupuestos ajustados para sacar adelante títulos de género como Juegos salvajes, una gamberrada que promete disfrute a cambio de no ser tomada en serio. Y es que ningún elemento funciona correctamente: el guion es una sucesión de situaciones absurdas que tratan de enredar al espectador en una madeja de misterios y sorpresas tan forzadas que impiden la credibilidad, los personajes son de un esquematismo que roza la caricatura, los actores que los interpretan despliegan un festival de muecas y poses para la cámara, la puesta en escena resulta plana y digna de algún producto de sobremesa catódica... y sin embargo, el conjunto de todos estos despropósitos ofrece un espectáculo al que es difícil permanecer ajeno.
Uno de los máximos atractivos de Juegos salvajes es contemplar al reparto tratando de defender unos personajes lastrados por la funcionalidad. Creerse a Matt Dillon como profesor de instituto supone una cuestión de fe, al igual que sucede con la rigidez robótica de Kevin Bacon, el carácter de chica mala que exhibe Neve Campbell o cualquier cosa que haga Denise Richards. En medio de ellos, Bill Murray se encarna a sí mismo haciendo de abogado para cuadrar un círculo imposible, pero ¿qué más da? Juegos salvajes es deliciosamente cochambrosa y una distracción tan infalible que se adapta cómodamente a la categoría de placeres culpables a los que rendirse de vez en cuando.
A continuación, uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por George S. Clinton, quien a partir de este proyecto se convertirá en uno de los colaboradores habituales de McNaughton. La música evoca bien la raíz noir del film, así como las sonoridades latinas que cohabitan en las tierras pantanosas de Miami, escenario de Juegos salvajes. Que la disfruten: