Si los clichés suelen ser un problema en cualquier ficción, aquí suponen un valor. Craven explota los lugares comunes para establecer un juego de complicidad con el público que reflexiona, además, sobre la longevidad de ciertas fórmulas narrativas que parecen agotadas después de tantas repeticiones y que sobreviven practicando la ironía y la autoconciencia. En este sentido, Scream es un ejercicio modélico de metacine que Craven resuelve con habilidad y oficio. El hecho de que haya sido elaborada con un presupuesto mayor de lo habitual, en comparación con otros productos de características semejantes (por cortesía de Dimension Films, la marca de películas de género de los hermanos Weinstein), permitió contratar a un equipo técnico solvente en el que destaca el director de fotografía Mark Irwin, y un reparto con rostros conocidos procedentes de la televisión: Neve Campbell, Courteney Cox, David Arquette y Rose McGowan. Las interpretaciones exageradas de todos ellos se alinean con sus personajes caricaturescos y con las situaciones que atraviesan, a medio camino entre el horror y la comedia, hasta desembocar en un clímax bañado en sangre.
Lo mejor de Scream es que no pretende tomarse en serio a sí misma y que exhibe orgullosa su voluntad de entretener dando al espectador lo que desea: sustos, muertes y una sexualidad de instituto. Aunque muchos puedan considerar estos componentes como material de derribo, lo cierto es que Wes Craven consigue presentarlos con la dignidad adecuada de quien sabe colocar la cámara en el emplazamiento adecuado y mantener en todo momento la tensión que necesita la historia. Al igual que sucede con muchas de sus referencias, la repercusión obtenida por Scream provocó una ristra de episodios que dura hasta hoy, transcurridos treinta años de la creación de este ingenioso divertimento.