Un ejercicio formal plenamente justificado, que no se queda en la ocurrencia ingeniosa y que sostiene la narración. David Koepp firma un guion de apariencia sencilla que esconde un mecanismo sutil y preciso, en el que cada detalle anticipa algo de lo que sucederá después. Las relaciones de los personajes conducen la trama y dan forma al drama familiar, que es la verdadera naturaleza de Presence, más que el envoltorio de terror con el que se ha intentado vender al público. Soderbergh, que hasta la fecha no había tocado el tema sobrenatural dentro de su ecléctica filmografía, realiza aquí un experimento minimalista que da prioridad a la cámara, conducida por él mismo. Se trata de una cámara réflex con un objetivo de lente angular y soporte estabilizador, que el director traslada de una estancia a otra de la casa acompañando a los personajes, por lo que casi no hay primeros planos. La acción se contempla así desde fuera, a ojos de un espíritu que apenas puede intervenir en el mundo que habitan los mortales.
Más allá del acierto visual que supone Presence, hay también otros logros relacionados con el tono de calma tensa que gobierna el conjunto y la atmósfera sugerente, de secretos que se van desvelando poco a poco a lo largo del metraje. Las tragedias no resueltas que ocultan los personajes se revelan sin recurrir a golpes de efectos ni a trucos altisonantes, al contrario, son amortiguadas por el ambiente tristón que luce la película, esquivando los convencionalismos que abundan en las ficciones de casas encantadas. Este es el gran hallazgo de Presence, saber reinventar el género a base de depurar hasta el extremo unos códigos que parecían agotados, empleando la gramática propia del cine: imágenes, sonidos, interpretaciones, montaje... y la música, compuesta con sensibilidad y belleza por Zack Ryan. A continuación pueden escuchar un ejemplo: