Séraphine. 2008, Martin Provost

El cine francés ha demostrado en repetidas ocasiones una habilidad especial para conjugar la fábula, la reflexión y el relato histórico. Desde Cyrano de Bergerac hasta Los chicos del coro, todos los años surge una gran producción capaz de atravesar las fronteras de medio mundo y conseguir un buen puñado de galardones. Séraphine ha logrado lo segundo (siete premios César de la academia francesa de cine) pero no ha conseguido la difusión que merecía. Los espectadores y los críticos que han podido disfrutar de sus imágenes, coinciden en la calidad de una película que merece la pena reivindicar. Y es que la historia de Séraphine Louis, la sirvienta que entre coladas y suelos sucios consumía sus noches completando una obra única y desgarrada, tiene virtudes para seducir allá donde sea vista. Por su impecable factura técnica, capaz de trasladar a la pantalla un naturalismo donde conviven los usos y costumbres de una pequeña localidad gala con el universo íntimo de una artista original, un icono dentro de los primitivos modernos. Por su guión, eficaz y sencillo como solo pueden ser los relatos complejos. Por su puesta en escena, austera, evocadora, muy inspirada. Y por supuesto por su actriz protagonista, una inmensa Yolande Moreau que logra hacer cercano un personaje de la dificultad de la pintora, lúcida en su locura creativa y obsesiva dentro de su cotidianidad. Todos estos elementos convierten a Séraphine en una experiencia gozosa y triste, emocionante y muy recomendable. El cineasta Martin Provost realiza así con su tercer largometraje no sólo un ejercicio de justicia histórica, sino un hermoso retrato sobre la creación artística.