El cine francés ha demostrado en repetidas ocasiones una habilidad especial para conjugar la fábula, la reflexión y el relato histórico. Desde Cyrano de Bergerac hasta Los chicos del coro, todos los años surge una gran producción capaz de atravesar las fronteras de medio mundo y conseguir un buen puñado de galardones. Séraphine ha logrado lo segundo (siete premios César de la academia francesa de cine) pero no ha conseguido la difusión que merecía. Los espectadores y los críticos que han podido disfrutar de sus imágenes, coinciden en la calidad de una película que merece la pena reivindicar. Y es que la historia de Séraphine Louis, la sirvienta que entre coladas y suelos sucios consumía sus noches completando una obra única y desgarrada, tiene virtudes para seducir allá donde sea vista. Por su impecable factura técnica, capaz de trasladar a la pantalla un naturalismo donde conviven los usos y costumbres de una pequeña localidad gala con el universo íntimo de una artista original, un icono dentro de los primitivos modernos. Por su guión, eficaz y sencillo como solo pueden ser los relatos complejos. Por su puesta en escena, austera, evocadora, muy inspirada. Y por supuesto por su actriz protagonista, una inmensa Yolande Moreau que logra hacer cercano un personaje de la dificultad de la pintora, lúcida en su locura creativa y obsesiva dentro de su cotidianidad. Todos estos elementos convierten a Séraphine en una experiencia gozosa y triste, emocionante y muy recomendable. El cineasta Martin Provost realiza así con su tercer largometraje no sólo un ejercicio de justicia histórica, sino un hermoso retrato sobre la creación artística.Séraphine. 2008, Martin Provost
El cine francés ha demostrado en repetidas ocasiones una habilidad especial para conjugar la fábula, la reflexión y el relato histórico. Desde Cyrano de Bergerac hasta Los chicos del coro, todos los años surge una gran producción capaz de atravesar las fronteras de medio mundo y conseguir un buen puñado de galardones. Séraphine ha logrado lo segundo (siete premios César de la academia francesa de cine) pero no ha conseguido la difusión que merecía. Los espectadores y los críticos que han podido disfrutar de sus imágenes, coinciden en la calidad de una película que merece la pena reivindicar. Y es que la historia de Séraphine Louis, la sirvienta que entre coladas y suelos sucios consumía sus noches completando una obra única y desgarrada, tiene virtudes para seducir allá donde sea vista. Por su impecable factura técnica, capaz de trasladar a la pantalla un naturalismo donde conviven los usos y costumbres de una pequeña localidad gala con el universo íntimo de una artista original, un icono dentro de los primitivos modernos. Por su guión, eficaz y sencillo como solo pueden ser los relatos complejos. Por su puesta en escena, austera, evocadora, muy inspirada. Y por supuesto por su actriz protagonista, una inmensa Yolande Moreau que logra hacer cercano un personaje de la dificultad de la pintora, lúcida en su locura creativa y obsesiva dentro de su cotidianidad. Todos estos elementos convierten a Séraphine en una experiencia gozosa y triste, emocionante y muy recomendable. El cineasta Martin Provost realiza así con su tercer largometraje no sólo un ejercicio de justicia histórica, sino un hermoso retrato sobre la creación artística.