Tras el éxito obtenido con “El quinteto de
la muerte”, Alexander Mackendrick dirigió su primera película en los Estados
Unidos llevando a la pantalla un guión de Ernest Lehman y Clifford Odets. El
equipo no pudo dar mejores resultados: Lehman aportó el relato original, Odets
lo revistió de denuncia y compromiso, y Mackendrick aplicó la fórmula del cine
negro. El aspecto diferenciador de “Chantaje en Broadway” es que aquí los gangsters
son sustituidos por columnistas influyentes, y que las pistolas tienen forma de
máquina de escribir. El resto permanece igual: la lucha por el poder, la extorsión,
las víctimas y los verdugos, el abrupto despertar del sueño americano en los
albores de los años sesenta.
Mackendrick retrata con meticulosidad los
paisajes urbanos sumidos en una noche perpetua, a través de una puesta en
escena que es puro nervio y energía. La sucesión de escenarios es constante y
rica en situaciones que cuentan más de lo que muestran: detrás de cada esquina
surge un personaje con su propia historia, una galería de adictos al éxito por
la que circulan Burt Lancaster y Tony Curtis. Los dos
actores cumplen magistralmente con los arquetipos del emperador y su corifeo, profesionales
de la corrupción navegando entre brumas y neones.
El guión conjuga el thriller con la
tragedia clásica, el drama con la comedia negra, todo verbalizado por unos
diálogos tan afilados que resultan cortantes. Mackendrick no pierde el tiempo
con explicaciones ni secuencias de transición: el ritmo fluye a velocidad de vértigo, sin dar tregua al
espectador. El director potencia el dinamismo de la narración con movimientos
de cámara y de actores dentro del plano, en una coreografía que saca el mejor
partido de la diversidad de los decorados. El director de fotografía James Wong Howe se sirve de las posibilidades del blanco y negro para estilizar la miseria moral del argumento, a lo que también contribuye la partitura con aromas de jazz de Elmer Bernstein.
Al contrario de lo que se podría temer, la
crítica que expone “Chantaje en Broadway” no queda diluida por el tremendismo,
gracias al pulso de Mackendrick y a su adherencia a las claves del género negro.
La lente de su cámara señala y acusa, instiga a unas criaturas con las que no
es fácil identificarse, pero cuyos pasos se siguen con fascinación. El tono del relato, en ocasiones aparentemente ligero, oculta
toneladas de arsénico. Esta es la virtud de una película que, no obstante,
concluye de forma esperanzadora: con el único personaje inocente de toda la
trama alejándose calle arriba, mientras el sol emerge entre los edificios. Una imagen que sirve como asidero, un rayo de luz dentro de una película más que negra, azabache.