Orgullo y prejuicio. "Pride and prejudice" 2005, Joe Wright

La literatura de Jane Austen ofrece muchas posibilidades en el cine: personajes en conflicto, riqueza de escenarios y músculo argumental. Novelas como Sentido y sensibilidad, Mansfield Park o Emma reflejan las desigualdades sociales y el peso de la tradición en la Inglaterra del floreciente siglo XIX, pero lo hacen a través del humor. No el humor del chiste o la sátira, sino el humor empleado como herramienta de distanciamiento crítico, que ha sido malinterpretado en muchas ocasiones y tachado de trivial. Esto ha provocado que críticos miopes hayan arrojado con desdén las obras de Austen al saco del entretenimiento para mujeres, acompañadas de sus respectivas adaptaciones cinematográficas. El mismo cliché que han alimentado  con el paso de los años editores y directores mediante imágenes algodonosas y postales en movimiento, sin profundizar en la denuncia ni en el retrato de costumbres que expuso la autora británica. Joe Wright trató de invertir esta tendencia en su primera película como director, consiguiéndolo en gran parte.
Orgullo y prejuicio es un film de fortaleza visual, un placer para los ojos de cualquier espectador sensible. Wright y el director de fotografía Roman Osin buscan referentes en la pintura de la época georgiana y los trasladan a la pantalla con esmero: Thomas Gainsborough, John Constable, Joshua Reynolds... son convocados tanto en la paleta de colores como en la composición de los encuadres. El director no se limita a hacer una interpretación cinética de los cuadros neoclásicos, sino que les insufla modernidad y aires nuevos capaces de agitar las pesadas cortinas del academicismo.
La cámara de Wright está en constante movimiento, no a la manera de Baz Luhrmann (buscando actualizar los clásicos mediante técnicas de publicidad y videoclip) o de Martin Scorsese en La edad de la inocencia (reinterpretando a Visconti o a Ophüls), sino a partir del contenido del relato. Es decir: el estilo es consecuencia de la trama, y no al contrario. Wright quiere estar en la escena, en lugar de recrearla. Por eso se vale de elaboradísimos planos secuencia que mezclan al espectador entre los personajes, haciéndole partícipe de la acción. El mayor ejemplo está en la escena del baile, un ejercicio de virtuosismo que Wright volvería a rememorar en el escenario bélico de Expiación, su siguiente adaptación literaria. Además, el director luce sus habilidades en la planificación y la puesta en escena en otros momentos como la elipsis del columpio, ingenio que aúna narrativa y belleza plástica.
Todo este armazón se sostiene necesariamente sobre un guión de gran fluidez, que hace apenas imperceptibles las dos horas de metraje, un diseño de producción puntilloso en cuanto a vestuario y decorados, y un numeroso elenco de actores, cada uno ajustado a su papel. El personaje principal adopta los rasgos de Keira Knightley, perfecta en su encarnación del romanticismo ilustrado, al que aporta naturalidad y frescura. La actriz está bien secundada por compañeros jóvenes y veteranos, entre los que se pueden reconocer ilustres nombres como los de Judy Dench, Brenda Blethyn y Donald Sutherland.
La delicada banda sonora de Dario Marianelli contribuye a enriquecer la atmósfera de evocación y emociones de Orgullo y prejuicio, una producción cuidada hasta el detalle que evita la solemnidad y la afectación de las que renegaba Jane Austen. Contemplando la deriva en la que Joe Wright ha ido evolucionando su carrera, se diría que con su opera prima dio las mejores muestras de un talento que parece haberse desinflado con el tiempo. A continuación, un ejemplo contundente que debería ser observado en las escuelas de cine: