Trainspotting. 1996, Danny Boyle

Hubo un tiempo en que Danny Boyle tenía gracia. Era a mediados de los años noventa, cuando el joven director se ganó el favor del público, la simpatía de la crítica y algún premio destacable gracias al estilo descarado e irreverente de su cine. El segundo largometraje de su carrera, Trainspotting, estaba en boca de todos y le había concedido el rango de "nuevo niño malo del cine británico". No era para menos. La película adaptaba la novela homónima de Irvine Welsh en torno a los estragos de la droga en un grupo de chicos escoceses. Al contrario de lo que suele ser habitual, Boyle no se concentraba en el drama ni el sermón moralizante. Trainspotting derrocha humor y nihilismo, una mezcla infalible que permite la identificación con el público. Pero no sólo eso. Por sus imágenes desfila la desesperanza y la acidez, la reflexión y el chiste, lo excepcional y lo mundano. Todo reflejado con una frescura que el director iría perdiendo con los años.
La historia de Mark Renton y sus compañeros de viajes lisérgicos podría haber llenado la sección de sucesos de cualquier periódico local escocés. La película tiene vocación de crónica desesperada, de llamada de atención ante una sociedad que no ofrece expectativas a sus nuevas generaciones. Los protagonistas son jóvenes sin futuro que buscan la salida de emergencia por el estrecho camino de una aguja. Para retratar este estado de incertidumbre, Boyle se vale de un estilo narrativo ágil y entrecortado, que otorga gran importancia al montaje.
Trainspotting arranca con la voz en off del protagonista, como una declaración de principios que definirá el resto del metraje. Es el discurso existencial de un yonki que corre en busca de su destino y que volverá a surgir a lo largo del relato para presentar personajes, apostillar situaciones y divagar sobre lo divino y lo humano. Esta voz es el hilo conductor necesario para que el espectador mantenga un vínculo con el protagonista que, de otro modo, resultaría imposible por lo extremo de su experiencia. Una vez lograda la empatía, sólo cabe asistir a las aventuras y desventuras de esta pandilla abocada al desastre. Boyle no ahorra detalles y muestra la crudeza de la dependencia y los efectos del consumo de estupefacientes, pero lo hace a través del filtro de la comedia negra y buenas dosis de cinismo. Lejos de la mirada paternalista y redentora que Hollywood suele aplicar en estos casos, Trainspotting exhibe franqueza y una calculada ambigüedad a la hora de reflejar las glorias y las miserias de un consumidor habitual de heroína. El personaje está magníficamente interpretado por Ewan McGregor, actor que demuestra versatilidad, implicación y capacidad creativa en un papel no exento de complicaciones.
Lo mejor que se puede decir de Trainspotting es que, a pesar de su espinoso argumento, no busca contentar a los amantes del morbo ni a los apóstoles de lo políticamente correcto. La película es dura, pero una vez más se demuestra que los mejores bálsamos son la sátira y la ironía, lo que no equivale a banalidad. Boyle se mueve en el estrecho margen que separa estos términos y conduce el relato con garra y destreza. En definitiva, Trainspotting es un film revelador para aproximarse al mundo de los paraísos artificiales, capaz de superar sus riesgos con ingenio, locuacidad y una valentía que roza lo temerario. Una bomba de relojería con la que Danny Boyle agotó pronto la mecha de su talento. A continuación, el original vídeo con el que se promocionó el estreno de la película: