Nafría filma la crónica de una decepción prolongada que encuentra en las melodías de Vegas su vehículo perfecto. Más que un llanto lastimero, la película supone un ajuste de cuentas con el estado de las cosas, la realidad que ha ocasionado esa ciudad vampira a la que se refiere el cantante en una de sus composiciones. Amigos, socios y vecinos pasan por delante de la cámara para dejar constancia de su descontento, en un coro de voces que tiene a Vegas como principal conductor.
El estilo que emplea Nafría es sencillo y directo, cercano al reportaje, lo que despoja a su película de cualquier veleidad de autor. Algunas escenas de transición que muestran paisajes urbanos denotan la mirada fotográfica del director, mediante imágenes estáticas que ilustran las palabras que se escuchan en el film. Alejandro Nafría recluta a Juan Tizón en las labores de guion, fotografía y producción en este documental hecho en familia, que no contiene grandes alardes, pero que posee la virtud de retratar a una generación de gijonenses que han incluido las canciones de Nacho Vegas en la banda sonora de su vida, asumiéndolas como un discurso propio de calado social, político y sentimental. No hay muchos artistas en España que hayan ejercido la misma influencia en el público de manera tan íntima y discreta como el artista asturiano durante las últimas dos décadas. Solo por eso merece la pena asomarse al retrato cercano que ofrece Luz de agosto en Gijón.