Resulta complicado hablar del guion escrito por el propio Carruth, quien ejerce también las labores de fotografía, música, interpretación y montaje (en compañía de David Lowery). El argumento pide ser desentrañado y deposita su fuerza en transmitir una atmósfera sugerente y en estimular los sentidos, más que en dotar de coherencia a la ficción. Upstream color es lo más parecido a un enigma que el espectador debe descifrar acerca de una pareja que busca superar una situación que ambos han vivido por separado y que desconocen, porque sus mentes fueron anuladas durante un tiempo. En contra de su voluntad, fueron sometidos a experimentos que han dejado en ellos secuelas, recuerdos entrecortados que enfrentan con esfuerzo y dolor.
La banda sonora envolvente, la edición fragmentada en elipsis y saltos espacio-temporales, los contraluces y la tonalidad fría y mortecina de las imágenes son elementos que dotan a la película de una identidad muy particular, tanto en el aspecto visual como en el sonoro. Hay escenas sin diálogo y otras con conversaciones en off, situaciones que transcurren en paralelo, evocaciones... Carruth llena la pantalla de estímulos, símbolos y concomitancias estéticas que apelan al subconsciente, a veces con demasiada insistencia. Upstream color está a punto de desbordarse en muchos momentos, si no lo hace es por su innegable poder hipnótico y su capacidad para sugerir más que mostrar, dejando innumerables puertas abiertas que invitan a asomarse al espectador, sin llegar nunca a empujarle. Tal vez el apartado interpretativo sea el menos brillante del conjunto, puesto que Shane Carruth y Amy Seimetz inciden en el gesto grave y se muestran un tanto forzados, cariacontecidos. Por lo demás, es evidente que se trata de un film que no está diseñado para el agrado general y que entusiasmará a unos mientras que irritará a otros. Tal vez esta sea su máxima virtud: no adaptarse a fórmulas recurrentes ni optar por soluciones clarificadoras que faciliten la digestión tras el desenlace.