LA CASA. 2024, Álex Montoya

En su tercer largometraje como director, Álex Montoya adapta un cómic de merecido prestigio que plantea ciertas dificultades cinematográficas. Se trata de La casa, de Paco Roca, novela gráfica publicada en 2015 que desarrolla la historia familiar del autor valenciano en tono intimista, con escasos personajes y en escenario único. La habilidad de Roca consiste en apelar a sentimientos comunes partiendo de los propios, gracias a la sencillez y la cercanía con que se cuentan los hechos. Hay una observación de los detalles y un transcurrir del tiempo que consiguen dotar a La casa de una trascendencia serena y misteriosa, de emoción contenida.

Trasladar estas sensaciones a la pantalla es un reto al alcance de pocos cineastas. Montoya pone todo de su parte replicando las viñetas y los diálogos creados por Roca, como si la mímesis garantizase el buen resultado. Pero no basta con ser fiel a la obra de partida, de hecho, eso ni siquiera es importante. Lo esencial en este caso es capturar la fluidez que existe entre los diferentes tiempos que maneja el cómic y en trazar las líneas invisibles que mueven a los protagonistas, sus motivaciones y anhelos. En La casa de Roca se dice mucho con poca información, mientras que en La casa de Montoya hay un esfuerzo por explicar las cosas, un subrayado que sustituye a la sugerencia.

Las interpretaciones de los actores insisten en esta idea de hacer obvio lo que debería ser intuitivo. El elenco, con David Verdaguer a la cabeza, verbaliza pensamientos y constata la ficción en la que se ven envueltos los personajes, con la salvedad de la joven María Romanillos, la actriz más natural en un conjunto sobrecargado de emociones. Prueba de ello son las lágrimas que sueltan los protagonistas en algún momento del metraje y que nunca se llegan a derramar en el cómic. ¿Son necesarias para despertar la sensibilidad del público? La respuesta corresponde a cada espectador y a la empatía que logren sentir por los habitantes de La casa.

A nivel formal, uno de los recursos menos satisfactorios dentro de la planificación (algo aséptica) es la manera de insertar los flashback. El montaje emplea un truco bastante fácil que es dar a los recuerdos la apariencia de películas domésticas filmadas en súper 8, con la calidad y la textura características de aquel formato tan común en los setenta y ochenta. La decisión de intercalar estas imágenes con las del presente es artificial (porque nadie con una cámara de 8mm. participa en la escena) y evidente (porque quiere dejar clara la división de épocas que dividen la trama). Así, Montoya denota desconfianza por la inteligencia de su audiencia y sirve la película masticada y lista para la digestión, anulando las posibilidades que ofrecía el original de Roca.

Puede que la comparación sea injusta, pero también es inevitable. Al fin y al cabo, el cine y el cómic comparten una continuidad secuencial que es capaz de dialogar cada uno desde su propia singularidad, son lenguajes distintos que se nutren mutuamente y que admiten el intercambio de ideas. Álex Montoya introduce algunos cambios en La casa (el género del personaje encarnado por Romanillos, el oficio del que interpreta Olivia Molina) sin despegarse del respeto reverencial y del ejercicio de calco... lo que produce una película bienintencionada, pero poco estimulante en términos creativos.