El actor encarna al rico propietario de una mansión que arrastra un pasado de muertes y maleficios. Una noche recibe a un grupo de invitados que aceptan participar en una prueba: quienes consigan llegar al amanecer con vida, recibirán una cuantiosa suma de dinero. La acción transcurre en las diferentes estancias de la casa y a lo largo de una velada en la que cada uno de los huéspedes demuestra su propio carácter. Así, encontramos al psicólogo escéptico, al galán temerario, al borracho resignado... aunque la que interviene en la mayoría de las escenas es la joven depositaria de todos los sustos y experta en gritos, como manda la tradición en este género de películas. La mansión de los horrores propone un juego meta-cinematográfico al inicio, cuando el personaje interpretado por Elisha Cook Jr. se presenta ante la audiencia desde la pantalla. Una interlocución que se recupera al final, para cerrar el espectáculo, dejando entre medias setenta minutos de pura serie B. Es decir, una planificación funcional por parte de Castle, una fotografía en blanco y negro sin refinamientos, unos efectos especiales de saldo (salvo la escena de la cuerda que amenaza a la chica a modo de serpiente), unas interpretaciones poco convincentes... solo el enorme carisma de Price sobresale del conjunto. Sin embargo, estas supuestas debilidades suponen el máximo atractivo de La mansión de los horrores.
William Castle no se preocupa porque el acabado del film sea de primer orden, dada la rapidez del rodaje y el escaso presupuesto invertido. Aquí lo importante es apelar al sentido atávico del miedo y generar la atmósfera adecuada para que el público salte en sus butacas, lo cual se consiguió, dando un inesperado éxito a la película. Vista hoy, La mansión de los horrores ha perdido buena parte de la inquietud que pretendía provocar, pero a cambio se ha convertido en un fabuloso divertimento y en un placer para espectadores desacomplejados. Algo a lo que aspiran sin alcanzarlo producciones mucho más ambiciosas que esta.