MARCO. 2024, Aitor Arregi y Jon Garaño

En los últimos años, los cineastas Aitor Arregi y Jon Garaño han encontrado en la realidad la materia prima de sus películas. No para consignar hechos sucedidos a modo de crónica, sino para tratar algunos de los grandes temas que afectan al ser humano. En el caso de Marco, se toma como base el engaño sostenido en el tiempo por Enric Marco, quien simuló haber sufrido el drama de la deportación y la supervivencia de un campo de concentración nazi hasta que fue descubierto en 2005. Semejante mentira cobra relevancia porque Marco hizo todo lo posible por situarse en el centro de los homenajes y erigirse como referente de la lucha antifascista, en la que nunca participó. Arregi y Garaño adaptan este suceso como parábola para hablar del narcisismo de ciertos hombres grises que tratan de destacar atribuyéndose méritos falsos, así como la alteración del relato para acaparar cuotas de atención y de poder... cuestiones muy oportunas ahora que campan a sus anchas bulos, conspiraciones y noticias manipuladas.

Estas líneas narrativas obtienen traducción en imágenes gracias a los recursos narrativos y expresivos de la puesta en escena: la filmación de espejos, los desenfoques de la lente, determinados movimientos de cámara... son herramientas que definen el punto de vista y explican al personaje interpretado por Eduard Fernández. Un actor en plena madurez de su talento que, sin embargo, sigue sorprendiendo. Su trabajo de expresión corporal, de mirada y de voz alcanza niveles de virtuosismo, potenciado por la caracterización que envejece sus rasgos, tan lograda como los demás aspectos artísticos de la producción. Fernández y sus compañeros de reparto (mención especial a Nathalie Poza) dan humanidad a una película que también brilla en el apartado técnico, donde se encuentran algunos integrantes habituales de la familia Moriarti como Javier Agirre Erauso, cuya fotografía describe con precisión los estados anímicos que atraviesa el protagonista.

Al igual que sucede en los anteriores títulos de Arregi y Garaño, Marco adopta el ritmo adecuado para ir siempre un paso por delante del espectador, que asiste intrigado a las evoluciones de la trama. Es fácil dejarse envolver por la atmósfera de la película y participar en el juego metacinematográfico que proponen los directores, ya que en diferentes momentos se mezclan material de archivo y recreaciones que hacen intervenir al Marco original y al recreado por Fernández, además de alusiones directas al film en sí mismo. Después de HandiaLa trinchera infinita y la miniserie Cristóbal Balenciaga, parece como si los dos directores guipuzcoanos se fueran aproximando al presente desde el prisma de los acontecimientos históricos, tal vez para explorar el tiempo que nos ha tocado vivir o tal vez para dejar constancia de errores que no deberían repetirse. De ambas maneras, Marco resulta ejemplar.