El principal reto que afronta la guionista y directora es presentar los hechos con la neutralidad necesaria para que el espectador tome partido por sí mismo, poniendo el foco en cada uno de los personajes mediante una puesta en escena rigurosa. Así, la intensidad de las emociones queda amortiguada por la sobriedad de las imágenes y por la contención de los actores, que solo se rompe en algunas ocasiones, cuando resulta preciso. El acierto empieza desde el propio casting: Patricia López Arnaiz, Miguel Garcés y la joven Blanca Soroa en su primera aparición en la pantalla, entre otros intérpretes capaces de ajustarse al naturalismo y al tono moderado que requiere el conjunto. La credibilidad se hace patente en los diálogos y en las miradas a ambos lados de la cámara, gracias en parte a la fotografía sin artificio de Bet Rourich.
El hecho de que Los domingos busque ser realista no impide que Ruiz de Azúa emplee también ciertos recursos cinematográficos que ayudan a construir la atmósfera y a trenzar el relato: por ejemplo, el montaje en paralelo de elementos religiosos y laicos (la canción de coro en la escena de la discoteca), el desenfoque como atributo expresivo (y no solo estético, algo habitual en el cine contemporáneo y que aquí se justifica en el momento en que la protagonista lleva los ojos vendados) o la suma de capas narrativas en la secuencia del desenlace. La directora vizcaína va depurando su estilo y lo vuelve conciso y sosegado, acorde a la historia que quiere contar: la voluntad de una muchacha que renuncia a la vida que se abre ante ella para encerrarse en los brazos de Dios... ¿o acaso se abre ante Dios y se cierra a las veleidades humanas? La respuesta pertenece al público, una cualidad que pocas películas exponen con la honestidad y la transparencia de Los domingos.
