Así pues, Rude Boy es un documental ficcionado que sigue los pasos de un veinteañero que malvive con trabajos precarios y aspira a trabajar de roadie (o pipa en España, es decir, el técnico de conciertos que se encarga de montar y desmontar equipos, entre diversas funciones). La afición musical del protagonista contrasta con su apatía ideológica, lo cual le sitúa al margen de la militancia que bulle a su alrededor y le confiere una identidad apolítica y de inadaptación. Hazan y Mingay filman imágenes reales de las revueltas callejeras y las introducen en el primer acto, para trazar el marco donde sucederán los acontecimientos. Luego predomina el aspecto musical y la cámara se adentra en los escenarios y las salas de ensayo, con planos de naturaleza igualmente objetiva que imprimen en la pantalla la fuerza de lo auténtico.
La austeridad del presupuesto y los escasos medios empleados (con bastante uso de cámara en mano y luz natural) potencian la sensación de inmediatez y crudeza que buscan los directores, además de las interpretaciones no profesionales y los diálogos improvisados. Hasta el punto de que Ray Gange, que pone cara al personaje principal, firma también como guionista, dado que sus aportaciones en el rodaje resultan esenciales en la narración. Pero sin duda, el máximo aliciente de Rude Boy es asistir al auge de The Clash mientras se encontraban grabando su segundo disco y cuyo público crecía al ritmo de las canciones que suenan en el metraje: London's Burning, White Riot o Stay Free, entre otras.
En definitiva, Rude Boy posee gran valor documental como retrato de una banda que supo canalizar la rabia de una época convulsa y convertirla en música imperecedera. Ya lo dijo su líder, Joe Strummer: "El punk rock es una actitud, y la esencia de esa actitud es la libertad". Esta película lo refrenda.
