Wonder Wheel. 2017, Woody Allen

La filmografía de Woody Allen está recorrida por una línea uniforme tanto en lo narrativo como en lo formal. Es un estilo inconfundible que da coherencia a una obra desarrollada durante más de cuatro décadas y que afecta a los guiones, la interpretación de los actores, la música e incluso los títulos de crédito. Recurriendo a la metáfora, se podría decir que las películas de Allen son como las nubes: todas se parecen, pero no hay dos iguales. Sin embargo, dentro de esta homogeneidad también surgen excepciones que confirman la regla, rarezas como Interiores, Zelig o Maridos y mujeres. Wonder Wheel pertenece a este grupo.
Al igual que en los últimos títulos del director, las influencias literarias son bastante evidentes. Pero en lugar de recurrir a sus autores de cabecera (Chéjov en Blue Jasmine, Dostoievski en Irrational Man, Scott Fitzgerald en Café Society), en Wonder Wheel visita por primera vez a los dramaturgos norteamericanos de la generación perdida: Tennessee Williams, Arthur Miller y, sobre todo, Eugene O´Neill, a quien se hace referencia directa en el film. Las relaciones de parejas insatisfechas, la familia como cárcel, el anhelo de la huida, los decorados como representación mental de los personajes... son rasgos característicos de una literatura que Allen transforma en puro cine. ¿Cómo? Pues en buena parte, gracias a su colaboración con Vittorio Storaro.
El director de fotografía italiano vuelve a aliarse con Allen por segunda vez tras Café Society, sólo que en esta ocasión Storaro realiza una de sus creaciones más libres e inspiradas, un auténtico festín plástico. Cada escena de Wonder Wheel aplica su famosa psicología de los colores, provocando que la tonalidad de las luces pueda variar en una misma secuencia, acorde a la evolución de los sentimientos de los personajes. Un recurso visual que se aparta del realismo y refuerza el aire teatral que mantiene la película, no como un capricho estético sino como una manera de revelar las interioridades de los protagonistas. La iluminación afecta también a los movimientos de cámara con los que Allen diseña la planificación, con más desplazamientos por los decorados y un mayor dinamismo que incorpora incluso movimientos de grúa y otras herramientas poco frecuentes en su cine. El resultado es de una belleza apabullante y reporta un placer continuo a los ojos del espectador.
Pero que nadie se engañe, Wonder Wheel no es un caramelito elaborado para endulzar la visión. Detrás de su depurada estética hay una historia terrible de deseos rotos y de violencia emocional, es sin duda la película más agresiva de Woody Allen desde Maridos y mujeres. Un reto sólo a la altura de grandes intérpretes, algunos de ellos tan inesperados como Jim Belushi o Justin Timberlake. La actriz Juno Temple cumple a la perfección con su papel de hija adoptiva del personaje principal, a quien da vida una Kate Winslet en estado de gracia. Parece un tópico insistir en el talento de esta  gran artista, pero lo que consigue con su recreación de Ginny está al alcance de pocas actrices. Una más de las semejanzas que la película mantiene con el teatro de O´Neill: la presencia de mujeres fuertes que luchan por sobreponerse al drama que las asedia. Nadie mejor que Winslet para superar la prueba, y ningún tándem más adecuado que el de Woody Allen y Vittorio Storaro para reflejarla en la pantalla como en Wonder Wheel. Una película hermosa y tremenda que luce su condición de rara avis en la carrera del cineasta neoyorquino.