MALA SANGRE. "Mauvais sang" 1986, Leos Carax

Dos años después de debutar con Chico conoce chica, Leos Carax estrena su siguiente largometraje con un presupuesto y unas ambiciones mucho más holgadas. Mala sangre da continuidad a los temas y las formas apuntadas por su antecesora y los hace eclosionar de manera radical, creando una película que admite pocas comparaciones, incluso cuando se aprecia el influjo de otros cineastas (Godard y Cocteau, a quien se cita) y otras formas de expresión (el cómic, el teatro y la poesía). La habilidad del director consiste en agitar esta variedad de referencias para obtener una obra profundamente original, que reclama su identidad en cada plano y se convierte en un puntal del cine de autor europeo de aquella época.

Carax está presente en todo momento en la película, ya sea detrás de las imágenes como en ellas de manera física. No es extraño que haya elegido encarnar al personaje episódico de un voyeur obsesionado con contemplar a Anna, interpretada por Julitte Binoche. Mala sangre es una celebración de su rostro, y los de Julie Delpy, Michel Piccoli y Denis Lavant, actor que vuelve a encarnar a Alex, el protagonista que cataliza los intereses del director francés. A través de él, Carax representa el ideal romántico de la fugacidad de los sentimientos y la dificultad de encontrar el amor pleno, cuestiones que dialogan con el paso del tiempo y la muerte. Como si fuese una pequeña ópera, Carax despliega el argumento dando prioridad a las emociones sobre los detalles de la trama, de hecho, esta no es más que una excusa para que avancen las pasiones de los personajes. Son pasiones no correspondidas, que se visten con los trajes de diversos géneros: el drama, la comedia, el noir, el musical... todo cabe en esta película peculiar y fascinante.

El director de fotografía Jean-Yves Escoffier maneja con habilidad la luz y los colores, lo cual refuerza la personalidad del conjunto, al igual que otros elementos como el sonido, la escenografía y el vestuario. Cada apartado del film alcanza gran expresividad y cada escena resulta culminante, un riesgo que suelen pagar caro muchas películas con ánimo de sorprender y que terminan saturadas por sus propios hallazgos. En lugar de eso, Carax obtiene un raro equilibrio entre lo íntimo y lo mitológico, adentrando al espectador en un terreno intermedio gobernado por la ensoñación. La mirada es un motivo central del relato: la mirada extrañada de los personajes frente a lo que sucede siempre de modo imprevisto, y la mirada de Leos Carax, nerviosa y atenta que se manifiesta en planos cortos y secuencias de montaje muy dinámicas. Los momentos de Alex ejerciendo de trilero, su descubrimiento de Anna en el autobús, el ritual de poner música en la radio... están dotados de magia y logran perdurar en el recuerdo, tienen vida propia, como los poemas que forman parte de un libro. Esta misma fragmentación se representa en el eclecticismo de la banda sonora, que reúne músicas de Sergei Prokofiev, Benjamin Britten, Chaplin (en un bonito homenaje al cine mudo) y David Bowie, quien alienta una celebrada secuencia del film. 

Músicas, sonidos e imágenes. Muchas imágenes. La sobreabundancia de ángulos de cámara y de puntos de vista inesperados emborracha en ocasiones la visión del público, pero en lugar de provocar distancia con lo observado (una consecuencia habitual en el cine de nuestros días), aquí inducen un estado cercano a la hipnosis. Se trata de una atmósfera muy especial, cargada de lirismo, que se verbaliza en frases de diálogo como "Este espejo atrasa" o "Pon un disco antes de que la melancolía lo domine todo". Sentencias que suenan naturales en boca de los personajes, al igual que sus actitudes: ir a la peluquería antes de un atraco, llorar sin poder parar, hablar con el estómago, volcar un coche en pleno arrebato amoroso... instantes que pertenecen a una realidad distinta, inocente, salvaje y sublime, construida por Leos Carax en Mala sangre. Una de las películas más bellas y libres jamás filmadas.