COLORES AL OPIO, LA PROSTITUTA Y EL PINTOR. 2020, Alejandro Carpintero

Colores al opio, la prostituta y el pintor comienza con un rótulo que informa de que la grabación y el montaje se han llevado a cabo con dos teléfonos móviles, sin "equipo profesional" y únicamente con la ayuda de amigos y alumnos. Conviene tenerlo en cuenta para poder valorar en su justa medida este documental que posee carácter amateur, intenciones didácticas y trasfondo social.

También hay que advertir que Alejandro Carpintero no es cineasta sino artista plástico que fotografía, dibuja y pinta a sus modelos con un estilo realista que conlleva una técnica de lo más exigente. Esto hace que la película suponga una valiosa clase de pintura dictada por la contemplación del proceso en imágenes, sin ninguna explicación. El contenido verbal tiene que ver con el sujeto retratado, Anastasia, una joven de origen ruso que vende su cuerpo para mantener su adicción a las drogas. Ella vive y trabaja en un polígono industrial de Torrelodones, al noroeste de Madrid, lugar por el que se desplaza Carpintero para impartir formación artística. Colores al opio incluye al inicio una breve compilación de cuadros protagonizados por prostitutas, obras de Picasso, Schiele, Toulouse-Lautrec... Carpintero aspira a perpetuar esa tradición que coloca en el centro del arte a mujeres anónimas que la mayoría de las veces son ignoradas por los focos de atención. No solo eso. Al igual que Anastasia, muchas son víctimas del engaño y del comercio ilegal de personas con fines de esclavitud sexual, una tragedia que la propia afectada cuenta frente a la cámara con una mezcla de resignación y rabia. Otra cosa es que el documental cumpla su objetivo de denuncia y no se quede solo en una excusa para sostener la elección del motivo a representar.

Más allá de sus buenas intenciones, Colores al opio plantea cuestionamientos éticos que el director resuelve con un rótulo final en el que anuncia que los posibles beneficios obtenidos por la venta del cuadro serán destinados a ayudar a la rehabilitación de Anastasia o de otras mujeres en su misma situación. Este último apunte es muy oportuno, porque cuesta creer que Anastasia siga viva a día de hoy. En la película queda patente su deterioro, mediante una escena de desenlace que pretende hacer justicia con ella pero que, por pura torpeza, termina ofreciendo el resultado contrario. Aquí es donde Carpintero incurre en los errores propios de la inexperiencia: el remate rápido, la música sensible, el protagonismo que pasa de la mujer al cuadro... son elementos que arruinan el efecto de lo creado con anterioridad y dejan una sensación de impostura, de compromiso artificial. Colores al opio se hubiera visto muy beneficiada por un montaje profesional y una postproducción que sacase mayor partido del material grabado, no por un tema de calidad (ya que se entienden las circunstancias de la producción) sino por obtener una mirada de mayor profundidad y calado que se intuye en el planteamiento, pero que no termina de concretarse en el conjunto. Los sesenta minutos de metraje y, sobre todo, la imprecisión deja a medias algunas de las propuestas de Alejandro Carpintero, quien sin duda conoce bien el oficio del arte. Lo cual no equivale a desempeñar con la misma eficacia otras funciones (dirección, guion, montaje, protagonismo principal) en la realización de una película.