Tras iniciarse como director en los años cuarenta, Roger Corman desarrolló durante las dos décadas siguientes una intensa actividad que le llevó a especializarse en películas de terror filmadas con escaso presupuesto. Una dedicación que le ha otorgado el reconocimiento de los aficionados al género, quienes ven en la figura del cineasta la representación del artesano que se mantiene ajeno a las exigencias del mercado y al favor de la crítica. Su compromiso constante y el conocimiento de cuál era su público le califican como uno de los nombres más destacados de la serie B, acaso su exponente más claro.
En la basta trayectoria de Corman se acumulan títulos de desigual calidad que no suelen figurar en los libros de cine, a pesar de que cuenta con alguna joya destacable en la que a veces brilla una buena idea oculta bajo la extravagancia del tema o las circunstancias de la producción. Un cubo de sangre reúne muchas de las virtudes del autor, que nunca buscó perdurar en el tiempo y que hubiera debido rodar menos y cuidar más el acabado de sus films para acceder a un público más amplio. En cambio, no quiso. Porque más que un oficio, hacer cine era su modo de vida, por eso después de dirigir se dedicó a producir a jóvenes debutantes como Scorsese, Coppola, Bogdanovich o Sayles, que apoyados por Corman encontraron la oportunidad de debutar en la profesión.
Para mantener semejante rendimiento, Roger Corman se rodeó de un equipo que se iba renovando cada cierto tiempo y que a finales de los años cincuenta incluía nombres como Fred Katz en la música, Jacques R. Marquette en la fotografía, Charles B. Griffith en el guion, Anthony Carras en el montaje o Dick Miller en la interpretación. El actor encarna a un joven camarero acomplejado porque sus aspiraciones creativas no reciben atención en el bar donde trabaja, frecuentado por una fauna de artistas con más ínfulas que talento. Es fácil descifrar la analogía que establece el argumento respecto a la trayectoria de Corman dentro de la industria. En Un cubo de sangre se representan las exigencias que el artista debe cumplir para ser aceptado por el grupo que dicta las normas, da igual los métodos que implique esta inclusión. ¿Se trata de un autorretrato del propio director? La similitud es posible porque el film adopta la forma de sátira, mezclando hábilmente la comedia negra con el horror.
Corman lanza sus dardos contra los jueces del gusto y los presuntos entendidos que dictaminan quién ingresa en su selecto club y quién no, revestidos por la verborrea y los ademanes exagerados. La película apenas tiene unos pocos escenarios donde sucede la acción, en especial dos: el local que sirve de guarida a la tribu beatnik y el apartamento del protagonista, lo cual refleja la modestia del conjunto. En poco más de una hora de metraje, Corman es capaz de imprimir el tono que necesita la historia sin que se eche nada en falta, gracias a unas imágenes en blanco y negro que recurren a la iluminación contrastada para generar dramatismo y a otra más diáfana que serena el ambiente, con una disposición de los elementos en el plano un tanto teatral que la cámara dota de interés por medio de angulaciones y sencillos trucos visuales (como la lámpara que oscila en la secuencia de la muerte del gato).
La labor de los actores remarca el carácter guiñolesco que posee la película, una parodia cargada de veneno que se ve con agrado y que admite ser tomada como un ajuste de cuentas, el de Roger Corman contra la élite que no le tomaba en serio por dirigir cine barato para los espectadores que acudían a las sesiones dobles de las salas del extrarradio. Una venganza de sabor dulce y duradero, servida en un cubo de sangre.
En la basta trayectoria de Corman se acumulan títulos de desigual calidad que no suelen figurar en los libros de cine, a pesar de que cuenta con alguna joya destacable en la que a veces brilla una buena idea oculta bajo la extravagancia del tema o las circunstancias de la producción. Un cubo de sangre reúne muchas de las virtudes del autor, que nunca buscó perdurar en el tiempo y que hubiera debido rodar menos y cuidar más el acabado de sus films para acceder a un público más amplio. En cambio, no quiso. Porque más que un oficio, hacer cine era su modo de vida, por eso después de dirigir se dedicó a producir a jóvenes debutantes como Scorsese, Coppola, Bogdanovich o Sayles, que apoyados por Corman encontraron la oportunidad de debutar en la profesión.
Para mantener semejante rendimiento, Roger Corman se rodeó de un equipo que se iba renovando cada cierto tiempo y que a finales de los años cincuenta incluía nombres como Fred Katz en la música, Jacques R. Marquette en la fotografía, Charles B. Griffith en el guion, Anthony Carras en el montaje o Dick Miller en la interpretación. El actor encarna a un joven camarero acomplejado porque sus aspiraciones creativas no reciben atención en el bar donde trabaja, frecuentado por una fauna de artistas con más ínfulas que talento. Es fácil descifrar la analogía que establece el argumento respecto a la trayectoria de Corman dentro de la industria. En Un cubo de sangre se representan las exigencias que el artista debe cumplir para ser aceptado por el grupo que dicta las normas, da igual los métodos que implique esta inclusión. ¿Se trata de un autorretrato del propio director? La similitud es posible porque el film adopta la forma de sátira, mezclando hábilmente la comedia negra con el horror.
Corman lanza sus dardos contra los jueces del gusto y los presuntos entendidos que dictaminan quién ingresa en su selecto club y quién no, revestidos por la verborrea y los ademanes exagerados. La película apenas tiene unos pocos escenarios donde sucede la acción, en especial dos: el local que sirve de guarida a la tribu beatnik y el apartamento del protagonista, lo cual refleja la modestia del conjunto. En poco más de una hora de metraje, Corman es capaz de imprimir el tono que necesita la historia sin que se eche nada en falta, gracias a unas imágenes en blanco y negro que recurren a la iluminación contrastada para generar dramatismo y a otra más diáfana que serena el ambiente, con una disposición de los elementos en el plano un tanto teatral que la cámara dota de interés por medio de angulaciones y sencillos trucos visuales (como la lámpara que oscila en la secuencia de la muerte del gato).
La labor de los actores remarca el carácter guiñolesco que posee la película, una parodia cargada de veneno que se ve con agrado y que admite ser tomada como un ajuste de cuentas, el de Roger Corman contra la élite que no le tomaba en serio por dirigir cine barato para los espectadores que acudían a las sesiones dobles de las salas del extrarradio. Una venganza de sabor dulce y duradero, servida en un cubo de sangre.